Barcelona se entrega a Juan Luis Guerra: baile, sonrisas y felicidad en forma de canción
Con un repertorio de éxitos, el cantante convirtió el recinto del Sant Jordi en una enorme pista de baile
Poco menos que de escayola hay que ser para no bailarlo. Y allí, en un Sant Jordi lleno, con notable presencia latinoamericana, ni rastro de escayola. Muchos abanicos moviéndose en la pista como katsuobushi aleteando sobre fideos japoneses, hacía calor, pero la temperatura aún no había comenzado a subir. Lo hizo a partir de las 21:20, cuando en un arranque furibundo Juan Luis Guerra, empujado por un grupo a todo trapo, comenzó ...
Poco menos que de escayola hay que ser para no bailarlo. Y allí, en un Sant Jordi lleno, con notable presencia latinoamericana, ni rastro de escayola. Muchos abanicos moviéndose en la pista como katsuobushi aleteando sobre fideos japoneses, hacía calor, pero la temperatura aún no había comenzado a subir. Lo hizo a partir de las 21:20, cuando en un arranque furibundo Juan Luis Guerra, empujado por un grupo a todo trapo, comenzó a entonar Rosalía. Desaparecieron los abanicos, la platea hormigueó agitada, las gargantas, unas 16.000, entonaron la canción y el concierto se dio por comenzado. En el centro de escena él, largo, barbudo, gorra calada, pañuelo anudado al cuello, flores rojas en la americana y muchos más colores en pantallas: azules, verdes y amarillos en una fiesta tropical, cromática y bailonga. Con La travesía, La llave de mi corazón, Vale la pena y Como yo aumentaron la presión, se movieron caderas y todo lo que a ellas va unido y sólo Kitipun, pura ternura, permitió al público tomar tierra.
Desde los años 90, cuando irrumpió con sus merengues y bachatas este dominicano es infalible. Baile y sonrisas, felicidad en forma de canción y pasos de baile ejecutados con elegante precisión por un Sant Jordi abandonado al goce. Y mira que Juan Luis Guerra no es el típico artista que en escena enloquece. Con ese aire de entre baloncestista retirado y personaje lúgubre de culebrón, deja la alegría para sus canciones, que en esta nueva visita, tras su estancia el pasado año en el Cruïlla, se articularon en clave de repaso a su discografía. Cascada pues de éxitos servidos además con la solvencia de un grupo con el ombligo en los vientos y las percusiones, sonido cuajado que fue ajustándose a medida que el concierto maduraba, siempre al paso de la voz de Juan Luis y sus coristas. Niagara en bicicleta, tras un popurrí salsero, dio paso a más merengue, en este caso un Para tí pespunteado con vuelo de confetis, que a su vez dio paso a otro popurrí, en este caso de bachatas.
Ni tan siquiera esta dosis de romanticismo hizo remitir el entusiasmo del respetable, que había perdido todo respeto y con o sin traza, como debe ser, se abandonaba a la fiesta. Puede que con las bachatas, sí, la cadera dejase paso a tiernas miradas, esas que funcionan mejor cuando los bailarines, que los había, se entrelazaban para bailar pegados, como decía Sergio Dalma. Baile, siempre y en cualquier caso, baile como terapia, como manifestación de emociones que cuando son cantadas en castellano sobre un tramado rítmico latino parecen más conocidas, más propias, más identificables, más familiares. Al final del popurrí, saludos de la banda al respetable en clave de agradecimiento y Juan Luis hacia bambalinas para descansar un ratito. Estrenó sesenta hace seis. Así quedo el escenario para sus 4:40, que se cascaron dos piezas completas sin la presencia del jefe.
Bajó un poco la presión del recinto, pero el cimbreo de cuerpos continuó, y si flaqueaba las cámaras tomaban imágenes de público bailando y así lo volvían a espolear gracias a caras sonrientes y júbilo corporal. La transición salsera que desemboca en la segunda parte de Como la abeja al panal incluso ayudó a un jóven a declararse a su amada en plena pista, a la que con la complicidad de las cámaras ofreció un anillo de petición. Como para negarse. Se abrazaron y besaron ante los ojos de todo el mundo y llegó la presentación de la banda mientras sonaba la parte instrumental de “La gallera”. Entonces volvió a irrumpir Guerra en escena, ya en chaleco, y “Visa para un sueño” hizo que las penurias de buscar caminos hacia la felicidad lo pareciesen menos. Es lo que tiene Guerra, que incluso cuando entra en temas sociales lo hace con ese tacto que hace aún más efectiva la letra. Bailar con esperanza, aunque para muchos la esperanza sea casi quimera. En esa clave hay que leer también El costo de la vida, pieza que vino a continuación. Poner en pantalla a Christine Lagarde hubiese resultado tautológico. La maravillosa Ojalá que llueva café remató el canto, el de quienes más que saber qué significa inflación la padecen. Todo un himno, ese aguacero de yuca y té, trigo y mapuey. El atropello de El farolito, un perico ripiao, el merengue típico de la República Dominicana, como indicó Guerra, enfocó el concierto hacia los bises.
En la parte final Guerra compareció con nuevo atuendo, rematado por un sombrero pork pie, menos calado que la precedente gorra. La cosa es llevar siempre algo arriba, y este sombrero restaba gravedad a su barba. Y ya con todo el mundo del revés, felizmente enganchados a un cancionero por el que no parece pasar el tiempo, sonaron A pedir tu mano, Bachata rosa y La bilirrubina, un éxito de nombre asaz extraño. Tanto como que la única persona que bailaba como una columna griega fue el propio protagonista, un Juan Luis siempre rígido. Pero como decían aquellos, ¿a quien le importa?, máxime si durante una hora y cincuenta minutos el resto no paró de bailar. Una noche feliz para el cuerpo.
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