El Sónar disfruta una de sus ediciones más exitosas
Más de 120.000 asistentes avalan una programación variada y abierta que continúa hasta la madrugada del domingo
Con los primeros rayos del sol del domingo acabará la 30ª edición del Sónar, un festival que como se ha recordado el sábado por la tarde en la rueda de prensa de balance fue concebido por dos músicos y un periodista que jamás habían organizado un concierto. Hoy es un festival que ha logrado ya una de las mejores cifras de asistencia de su historia, al conseguir 120.000 espectadores de los cuales un 68% han sido nacionales y un 32% internacionales. Definida por sus directores (Ricard Robles, Enric Palau y Sergi Caballero) como una de las ediciones más plácidas, de hecho se les veía muy relajados, pusieron el acento en el talento local y su expansión, en el carácter de celebración cultural que significa el Sónar, en el hecho de que una actuación tan radical como la de Aphex Twin fuese masiva y que el festival se abra tanto al brutalismo como a la intimidad y el hedonismo. La asistencia al Sónar de día ha sido de 50.000 personas (3 jornadas) y al de noche de 70.000, que se podrían superar en su segunda y última noche, el sábado.
Por su parte, la primera noche del festival, la del viernes, consagró, si es que hacía falta, a Aphex Twin, que se comportó como en su primera visita, hace 26 años en el Doctor Music Festival. Corregido y aumentado. Pauta: si el público espera bailar, Richard D James hace música imposible para el baile, un alud de ritmos quebrados y superpuestos, disruptivos, saturados y abrasivos a los que se puede etiquetar como se quiera (techno, IDM, drum&bass, napalm sonoro, ambient ponzoñoso, carga de caballería pesada, experimental) pero que responden al espíritu anarco-punk-gamberro del irlandés. Metido en una especie de jaula, con un cubo encima que como la jaula recibía imágenes a la velocidad de sus beats, Aphex Twin montó una rave desquiciada en la que quizás ha sido una de las actuaciones inaugurales con más público en la historia del hangar central del Sónar nocturno. Acabó con música a todo trapo y él ausente, como deslizando que sólo había estado allí para engañarnos. Agresivo y ácido son conceptos monjiles para describir lo que allí sonó, acunado por un festival que se siente cómodo cuando activa simultáneamente cabeza y pies.
En este sentido, el Sónar de los 30 años, que más allá de dar a Ángel Molina el cierre de un escenario esta madrugada, no ha querido soplar velas de autocomplacencia, ha tenido recorridos para todos los gustos. Así, mientras la Inteligencia Artificial pasaba por sus ágoras con el inquietante temor de que reproduzca la estulticia humana, en el Hall se hacía música concebida por errores digitales –glitch-, en un caudal de sonidos precisos, nítidos y matemáticos ambientado con una pantalla en blanco y negro que mostró códigos fuente también estropeados. Todo es falible, decía con su actuación Ryoji Ikeda, nada es seguro, nunca hay sólo una cara. Como las de la belleza, angulosa y digitalmente barroca con Oneohtrix Point Never, minimalista con Ikeda. Como la política ficción de Kode 9 y la independencia de Escocia en el espacio. Como el mismo romanticismo, que puede ser escenificado por un quinteto femenino ataviado de la manera más excéntrica e inquietante (maquillaje cadavérico, sombrero-nube iluminado, traje de novia post-nuclear) que respondiendo por Fever Ray ofreció uno de los conciertos del festival. Romanticismo retorcido teatralizado con las manos y movimientos de las intérpretes, con unas entonaciones inhabituales para un synth-pop nada complaciente mediante piezas bailables como ese Carbon Dioxide que forma parte del reciente Radical Romantics que articuló el repertorio de la sueca Karin Dreijer, líder del proyecto. Un grupo realmente personal hablando sin boberías de algo tan manoseado como el amor.
Pero el Sónar, que ayer a la noche esperaba conciertos tan prometedores como los de Little Simz, extraordinaria y comprometida voz negra y femenina del hip-hop inglés, Bad Gyal, nuestra reina urbana internacional, Eric Prydz y su espectáculo 3D, Samantha Hudson o Richie Hawtin, ha deparado más momentos para el recuerdo en una edición bastante redonda que también ha tenido minúsculas. Como la del proyecto Jokkoo, una residencia auspiciada por el festival y el Institut Ramón Llull (divulgador de la cultura local), entendiendo que la cultura catalana contemporánea se redefine. Así, hijos de la diáspora africana residentes en Barcelona fueron a Nairobi para volver escenificando un agresivo cóctel de rap y afrofuturismo digital para abrir mentes ahora que la diferencia puede estar en peligro en manos de un casticismo obtuso y ramplón. Sí, se puede ser negro, ciudadano de Catalunya y cantar en wólof. También el festival encumbró excelentes ejemplos de música local, como la fascinante Marina Herlop, música de formación clásica y carácter experimental no excluyente, o Desert, cruce entre el club y el pop más satinado. Y la frase del festival, pronunciada por un cuarentón cubata en ristre mientras Aphex Twin luxaba extremidades: ¿no podemos ir a una discoteca normal? Pues eso, el Sónar.
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