‘El adversario’ en el Teatre Romea de Barcelona: un ser tan diabólico como melifluo

La adaptación a escena de la gran novela de Emmanuel Carrère permite ver algo que en el libro no podía contemplarse

Pere Arquillué, a la izquierda, y Carles Martínez,en un ensayo de 'L'adversari', adaptación dirigida por Julio Manrique de la obra de Emmanuel Carrère.David Borrat (EFE)

Una de las escenas más repulsivas de El adversario sucede cuando Jean-Claude Romand hace veinticuatro horas que ha matado a su mujer, a sus dos hijos y a sus padres. Era la noche del domingo de 10 enero de 1993. Ese hombre al que la cobardía de juventud acabó por transformar en un metódico asesino está sentado en el sofá de su casa burguesa y visiona un video de 180 minutos donde se suceden imágenes caóticas. En el piso de arriba su familia lleva horas muerta mientras él deja pasar las horas en el salón y se suceden fragmentos de programas que grabó de televisiones que captaba por vía s...

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Una de las escenas más repulsivas de El adversario sucede cuando Jean-Claude Romand hace veinticuatro horas que ha matado a su mujer, a sus dos hijos y a sus padres. Era la noche del domingo de 10 enero de 1993. Ese hombre al que la cobardía de juventud acabó por transformar en un metódico asesino está sentado en el sofá de su casa burguesa y visiona un video de 180 minutos donde se suceden imágenes caóticas. En el piso de arriba su familia lleva horas muerta mientras él deja pasar las horas en el salón y se suceden fragmentos de programas que grabó de televisiones que captaba por vía satélite. Es una de las escenas del tramo final del libro de Emmanuel Carrère. Así empieza la adaptación teatral de la novela (L’adversari, hasta el 19 de marzo en el Romea) que dirige Julio Manrique. Carles Martínez, que funde su voz, cuerpo y su rostro a la blandura del psicópata, está frente al televisor mientras las luces de la sala aún no se han apagado. La acción arranca con la entrada en escena de un virtuoso Pere Arquillué, un Carrère que viste como el escritor y que a lo largo de las dos horas que dura una obra espléndida se irá desdoblando con otros personajes que dialogan con Romand.

Cuando el 31 de enero de 2000 se publicó la novela, Emmanuel Carrère no descubrió un caso que ya había sacudido la opinión pública francesa. Ni lo más relevante de su investigación había sido su asistencia al juicio ni casi tampoco que hubiera establecido contacto con el criminal encarcelado. Lo fundamental es que había descubierto una fórmula que iba a cambiar el paradigma de la escritura de no ficción para darle una renovada consideración literaria. Con la lección aprendida de A sangre fría de Truman Capote y El periodista y el asesino de Janet Malcolm, el autor de Una novela rusa profundizó en la ambivalencia moral, la suya y la del protagonista, para ir más allá de esos maestros del true crime. Dos años después del éxito editorial, una primera versión llegaba a la gran pantalla. En 2016 se estrenó una adaptación teatral en Francia. La obra, según uno de los adaptadores, más que reconstruir el suceso, pretendía mostrar la búsqueda del punto de vista de Carrère. El director, que actuaba también interpretando un juez, juzgaba a todos los implicados. Al asesino, pero también a quienes le rodearon y a Carrère mismo.

La adaptación de Marc Artigau, Cristina Genebat y Manrique, estrenada en el último Festival Temporada Alta, es una notable traslación del texto a la escena, con la sola excepción de algún segundo que busca la sonrisa del espectador y desencaja con la desolación que se contempla. Las primeras frases que pronuncia Arquillué son las primeras del libro y el telón cae con las palabras que cerraban el relato de Carrère. “Vaig pensar que escriure aquesta història només podia ser un crim o una pregària”. ¿Qué cambia aquí con el cambio de lenguaje? Lo que el espectador descubre ahora, además de la plegaria que Romand pronunció en su alegato final, es el inverosímil proceso biográfico que convirtió a una especie de incel [célibe involuntario] en un ser tan diabólico como melifluo. O precisamente diabólico porque la meliflua bondad impostada fue devorando su humanidad. Para lograr ese efecto es clave el tono de voz empleado por Martínez, una gestualidad de adulto reprimido y en especial los primeros planos del rostro de Romand que pueden verse en la gran pantalla colocada sobre el escenario. Se ve algo que en el libro no podía contemplarse. Se intuye una angustia penosa, reforzada por las imágenes nocturnas de un bosque y que son una metáfora del laberíntico purgatorio de su conciencia.

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