Cataluña, tierra de micro-Villarejos y mini-Bárcenas

David Madí hace gala de un profundo sentido patrimonial del poder, similar al que exhibe sin complejos la derecha española

El expolítico de Convergència y empresario David Madí, a la salida de un juicio en Barcelona.David Zorrakino (Europa Press)

Cataluña es un pequeño país donde todo –con relación al conjunto de España– es pequeño. A escala, los vicios y virtudes por castizos y españoles que sean perviven entre nosotros. Hace unos días, David Madí, el hombre que lo fue todo en el lanzamiento y promoción de Artur Mas, afirmaba en Rac1 que en Cataluña abundan los “micro-Villarejos”, funcionarios con ánimo inqu...

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Cataluña es un pequeño país donde todo –con relación al conjunto de España– es pequeño. A escala, los vicios y virtudes por castizos y españoles que sean perviven entre nosotros. Hace unos días, David Madí, el hombre que lo fue todo en el lanzamiento y promoción de Artur Mas, afirmaba en Rac1 que en Cataluña abundan los “micro-Villarejos”, funcionarios con ánimo inquisitorial que meten las narices en asuntos que atañen a ciudadanos por encima de toda sospecha. Y esa mala praxis alcanza a los Mossos. Madí –condenado el pasado mes de octubre a 14 meses de prisión por participar en una red de facturas falsas e investigado con relación al célebre 3% de Convergència– acusaba en la citada emisora a la policía catalana de prevaricar y filtrar informes en la mejor “técnica de cloaca”.

Es lógico que se sienta molesto y contrariado alguien que entre bambalinas ha puesto y quitado consellers y luego ve cómo una grabación exhibe en público sus vergüenzas. En esas conversaciones a calzón quitado, Madí conminaba a Miquel Sàmper, titular de Interior de 2020 a 2021, a no cambiar nada en el departamento, porque “todo el equipo que hay allí es mío”.

Madí es un patriota y, en contra de lo que pudiera parecer por sus negocios con lo público, se confiesa liberal. Sin embargo, en su actuación hace gala de un profundo sentido patrimonial del poder, similar al que exhibe desacomplejadamente la derecha española. En Cataluña, el pujolismo alentó ese sentido de propiedad embozándolo de meritocracia. Fue esa idea la que en 2002 llevó a Madí y al pinyol pujolista a tratar de evitar que un independentista, a su juicio, sin suficiente pedigrí –Jordi Porta– alcanzara la presidencia de Òmium Cultural, una plataforma cultural a cuyo alumbramiento tanto contribuyó la familia de la mano derecha de Mas, a través del abuelo Cendrós, impulsor del imperio Floïd. Fracasó en el intento y probablemente experimentó antes que Marta Ferrusola aquel sentimiento tan bien expresado por la esposa de Jordi Pujol cuando comparó la llegada del Tripartito a la Generalitat con la sensación que te invade cuando los ladrones entran en casa y te encuentras los armarios revueltos.

La frustración que genera la democracia cuando irrumpe en tu predio también la debió sentir al verse obligado a dimitir como secretario de Comunicación del Govern (2003) por un exceso de efecto Potemkin: la manipulación de encuestas en favor de su timonel y amigo Artur Mas, destapada por este diario. Aquella fue una guerra por la sucesión de Pujol en la que todo valía y no cabía tomar prisioneros. Desde CDC –en una maniobra para asegurar la primogenitura de Mas a la que no debió ser muy ajeno el nieto de Cendrós– se llegó a acusar al entonces consejero de Gobernación y líder de Unió, Josep Antoni Duran Lleida, de haber revestido las paredes de su despacho con madera de caoba.

Con estos precedentes no es extraño que Madí deteste controles que entorpezcan sus objetivos políticos y quizás también económicos, pues está siendo investigado por unos pagos de tres compañías del Ibex por dudosos trabajos de una empresa de su propiedad, vinculada a la presunta financiación irregular de Convergència. Al parecer, además de florecer micro-Villarejos, Cataluña también es un país de mini-Bárcenas.

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