La mosca del año

Pese a los cambios climáticos, cuando llega el frío estos insectos se refugian en los hogares, hasta la muerte de la última

Una playa de Valencia, llena de bañistas debido a las altas temperaturas, el pasado 16 de octubre.Juan Carlos Cárdenas (EFE)

Cuando éramos pequeños, la época del frío empezaba a mediados de septiembre. Me explico: julio y agosto dejaban el país al baño maría, la vegetación marchita y las caras ablandadas —y cuando digo país digo el Empordanet, pero me imagino que en todas partes pasaba lo mismo—. A mediados de septiembre sentíamos un escalofrío, una noche cualquiera, el aviso de que la época del calor tenía los días contados y ...

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Cuando éramos pequeños, la época del frío empezaba a mediados de septiembre. Me explico: julio y agosto dejaban el país al baño maría, la vegetación marchita y las caras ablandadas —y cuando digo país digo el Empordanet, pero me imagino que en todas partes pasaba lo mismo—. A mediados de septiembre sentíamos un escalofrío, una noche cualquiera, el aviso de que la época del calor tenía los días contados y que la época del frío llamaba a la puerta. Sufríamos el primer temporal de levante, a la manera de un punto y aparte definitivo. Pasábamos de darnos el último chapuzón, un día, a sacar la ropa de invierno al día siguiente. Y en los hogares se encendía el fuego inaugural, llenando los pueblos de olor a leña quemada.

Parece que hable de un tiempo y de un país remotos, pero esto ocurría hace solo veinte, treinta años. Hoy, lo que los cursis llaman la época de los baños suele empezar a mediados de abril y encuentras gente en remojo, en las playas, hasta principios de noviembre. El cambio climático ha desbaratado la climatología que aprendimos de pequeños. El cuerpo y la cabeza, herederos y memoria de un tiempo equilibrado (ordenado en cuatro estaciones o, para nosotros, en dos épocas) hace unos años que van de capa caída con la nueva situación.

La época del frío: el otoño remojaba el país y encerraba la gente en las casas, y el invierno vivificaba el aborigen y congelaba el mundo. No hay nada más placentero que tomar el sol de mediodía durante las mermas de enero. Después, la primavera volvía loca toda cosa viva y el verano, casi por oposición, remataba su madurez y la enterraba al compás de las cigarras, de día, y de los grillos, de noche. Por ahora, aunque todavía se produce esta graduación —este tipo de reloj que sincroniza los cuerpos y los cerebros con la Tierra—, la realidad es que el tiempo se presenta como un catacaldos impertinente.

Sin embargo, a pesar de la evidencia de que vamos de mal en peor, hay aspectos que todavía no han cambiado. Quiero decir aspectos relacionados con el movimiento pendular del clima. Uno de ellos, que yo uso para no perder la esperanza, es la presencia de la última mosca. Llegado el frío, las moscas se refugiaban en las casas. Aquellas moscas negras, algo torpes, que chocaban contra los cristales y que parecía que, de tan gordas, les costaba volar. Formaban parte de una tropa que se iba muriendo. Quién no ha barrido del suelo sus cadáveres panza arriba, cerca de las ventanas. Y al fin solo quedaba una. La última mosca. Exhausta, la más grande, solía zumbar en el marco del ventanal del comedor, sin poder levantar el vuelo.

En casa, cada año le poníamos nombre. Ramona, Paquita. Desaparecida la última mosca, de muerte natural, quería decir que el frío había llegado en serio. Y nosotros guardábamos el recuerdo. En el año x, Conchita había durado mucho y, en cambio, en el año z, Reparada había flaqueado enseguida. Punteábamos la memoria con esta pequeña continuidad obstinada.

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