El carcelero de Puig Antich: “Haber conocido a Salvador marcó mi vida”
Jesús Irurre ordena sus memorias de los 42 años que trabajó como funcionario de prisiones, donde llegó a colar una cámara para retratar las torturas
Jesús Irurre tiene una pelota de baloncesto en casa. “Se me sigue dando bastante bien”, afirma. Ahora la usa sobre todo con su nieta, en el parque que hay justo debajo de su casa. Fue también ante una canasta, pero en una pista bien distinta, donde habló por primera vez con Salvador. Era noviembre del 73. Él, carcelero, había llegado pocas semanas antes a Barcelona. Tenía 23 años y dos hijos. Puig Antich hacía meses que estaba en la Modelo. Lo habían condenado a muerte por matar a un policía y pasaba 23 horas al dí...
Jesús Irurre tiene una pelota de baloncesto en casa. “Se me sigue dando bastante bien”, afirma. Ahora la usa sobre todo con su nieta, en el parque que hay justo debajo de su casa. Fue también ante una canasta, pero en una pista bien distinta, donde habló por primera vez con Salvador. Era noviembre del 73. Él, carcelero, había llegado pocas semanas antes a Barcelona. Tenía 23 años y dos hijos. Puig Antich hacía meses que estaba en la Modelo. Lo habían condenado a muerte por matar a un policía y pasaba 23 horas al día en aislamiento. “Menudo bicho”, pensó Jesús.
La pista era de cemento gris, las paredes de piedra y había rejas en el techo. Puig Antich intentaba encestar. Irurre lo miraba apoyado en una pared. Hasta que la pelota le cayó en los pies. Salvador había fallado. Lo intentó él. Dice que no recuerda si anotó o no. El caso es que sin saber muy bien cómo, acabaron jugando juntos al baloncesto.
El juego dio paso a las palabras. Salvador le habló de su familia y de su hermano médico que vivía en Estados Unidos. Jesús se abrió a compartir preocupaciones. “Mi hijo no lee bien. Confunde palabras”. Se llama dislexia, le dijo Salvador. “Tenemos que corregirlo. Estamos intentando también que deje de ser zurdo”. Estaban sentados, ambos, en la cama. Puig Antich le dijo que no había que corregir eso. Le contó sitios dónde se trabajaba la dislexia con técnicas adecuadas y le aseguró que el niño podría seguir estudiando. “Eran otros tiempos”, dice Irurre, “pero afortunadamente le hicimos caso. Mi hijo continúa siendo zurdo. Es arquitecto. Le ha ido bien”.
Jesús empezó a prestarle por las noches un pequeño transistor. Y Salvador le hablaba de la música que le gustaba. “Sobre todo cantautores. Me descubrió por ejemplo a Patxi Andión, al que luego he seguido toda mi vida”. Y le descubrió también algo fundamental. Algo que cambió la vida de Jesús para siempre: los libros. “Tenía muchos, creo que uno de ellos era El miedo a la libertad de Erich Fromm”.
Se lo compró tras la muerte de Salvador. Tras la dramática madrugada del 2 de marzo del 74. “Lo tendré grabado en mi mente toda la vida. La celda 443. Su temple y fortaleza. Los gritos de las hermanas. Su “quina putada, això és una putada” cuando vio el garrote vil. El silencio sepulcral de la mañana siguiente”. Suspira, bebe agua y continúa. “Empecé a gritar: ‘¡Franco hijo de puta asesino, Franco hijo de puta!’. Dos compañeros me metieron en un cuarto. ‘¿Te has vuelto loco?’ me decían. Lograron tranquilizarme. A los pocos días le dije a mi mujer que lo dejaba. Tenía la sensación de estar participando en un juego macabro”.
Pero en vez de abandonar el trabajo recordó una conversación con Puig Antich. “Hay una librería que se llama Leteradura. Tienen textos políticos, libros prohibidos por el régimen…”. Así que caminó hacía el número 80 del paseo de Gràcia y comenzó a leer. “Primero a Fromm, luego libros sobre sindicatos. Leía sobre la CNT, sobre el anarquismo. Me transformó para siempre”.
Empezó a sondear a los compañeros. “Los que no parecían muy franquistas”, añade. Y les habló de la posibilidad de organizarse. Recorrió todas las prisiones de España para intentar sumar adeptos. Y crearon una coordinadora nacional de manera clandestina que más tarde se convertiría en el primer sindicato de funcionarios de prisiones. Irurre fue su primer secretario general. Se sumó también a las reuniones que grupos de abogados penalistas hacían para empujar a favor de la reforma penitenciaria. Y escondió una cámara que le facilitó el periodista Xavier Vinader para fotografiar las torturas en la cárcel. “Ahora ya lo puedo contar, no me pasará nada”. Un aparato diminuto que captó lo que ocurría dentro de las cuatro paredes de una habitación conocida como El Palomar. “Una celda cerrada y acolchada donde no se oían gritos, donde el preso no podía dar cabezazos contra la pared y donde se les hundía la cara en cubos de agua”. Esas fotografías se publicaron en Primera plana. Causaron revuelo.
Él sigue guardando esa portada. Me la enseña en su piso de Valencia, ciudad a la que se mudó tras jubilarse en 2012. “Tenía 42 años cotizados. Ya estaba cansado”. Tras la Modelo había pasado por Málaga e Ibiza. Decidieron con su mujer mudarse a Burjassot, donde vive uno de los hijos. Y los más importante, dos nietas. “Es con lo que más disfruto ahora”.
Conserva muchos recortes de prensa: fugas de presos, motines, huelgas de hambre. La vida de Jesús da para un libro. De hecho él ha empezado a ordenar los recuerdos. Y dice que quiere hacer un relato sobre su vida, y a la vez, sobre las prisiones de España. “Y soy consciente de que lo que marcó mi vida fue la galería número 5 de la Modelo, y haber conocido a Salvador. Porque tenía una imagen de los anarquistas que él cambió, porque me animó a leer libros. Y porque yo, que vivía sin ideología, sin cuestionarme el régimen, me di cuenta de que todo tenía un sentido político”.
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