27 pueblos sin agua potable en plena ola de calor: “Somos un estercolero”
Unos 20.000 vecinos de Lleida llevan dos semanas a 40 grados sin agua para beber y cocinar por la contaminación de herbicidas en un embalse
La plaza principal del diminuto pueblo de Bovera (Lleida) se llama La Bassa (la balsa, en catalán). El nombre suena casi a burla si se atiende que desde hace dos semanas está prohibido beber de sus dos fuentes. Sobre ellas, un cartel: “Agua no potable”, alerta. Ambas bocas están envueltas, a modo de advertencia, con una cinta fluorescente, la misma que usa la policía para acordonar la escena de un crimen. No es que se haya producido ninguno en el pueblo, aunque la sensación entre sus 230 vecinos es la de estar siendo víctimas de un criminal ...
La plaza principal del diminuto pueblo de Bovera (Lleida) se llama La Bassa (la balsa, en catalán). El nombre suena casi a burla si se atiende que desde hace dos semanas está prohibido beber de sus dos fuentes. Sobre ellas, un cartel: “Agua no potable”, alerta. Ambas bocas están envueltas, a modo de advertencia, con una cinta fluorescente, la misma que usa la policía para acordonar la escena de un crimen. No es que se haya producido ninguno en el pueblo, aunque la sensación entre sus 230 vecinos es la de estar siendo víctimas de un criminal atropello ambiental. “Somos el estercolero de Lleida”, resume uno de ellos, que prefiere no desvelar su nombre (“aquí todo el mundo se conoce”, se justifica), tras criticar a placer la mala gestión que en pleno siglo XXI ha llevado a que más de 20.000 vecinos de 27 municipios de la Cataluña rural lleven dos semanas sin agua potable por la contaminación por herbicidas en un embalse cercano. Una situación que se ha agravado con la ola de calor.
“Jamás he vivido nada igual”, asegura desde la puerta de su casa el anciano, que ha comprado un palé con 250 litros de agua embotellada para cocinar y abastecerse todo el verano. Otra vecina, refugiada en su portal, prepara su furgoneta para ir a Lleida, 45 minutos en coche, y dice que aprovechará el viaje para comprar garrafas. Queviures Maria Àngels, el único negocio de comestibles que hay en el pueblo, cierra por las tardes. “Tengo la sensación de que esto ha venido para quedarse”, explica frente a su garaje la mujer, quien detalla que se ha acostumbrado tanto a la situación que por instantes se le olvida. “A veces me lavo los dientes, y entonces me acuerdo [de la contaminación]. Escupo el agua de mi boca a toda prisa”, añade con el mercurio sobrepasando los 40 grados.
Òscar Acero, alcalde de Bovera y aparentemente el único vecino dispuesto a hablar con nombre y apellidos, pide a la Generalitat que declare la zona de emergencia en Les Garrigues, comarca de la Cataluña vacía rodeada de molinos de viento y campos de cultivo maltratada por la despoblación y el envejecimiento. “Si esto hubiera ocurrido en el Eixample de Barcelona el problema se habría solucionado en horas”, se queja el edil de un territorio ya acostumbrado a la contaminación del sector agrícola e industrial. “Mejor no hablo. Diría demasiado”, dice, escueto, otro vecino mientras revisa un tractor en un garaje.
No es la primera vez que la agricultura se la juega al agua de Lleida. A principios de mayo, los mismos municipios ya se quedaron durante cinco días sin suministro potable después que la Agencia de Salut Catalana detectara niveles elevados de un herbicida utilizado en los campos que envuelven el caudaloso río Segre. Solo dos semanas después de desactivarse la primera alerta, el Govern volvió a activarla tras detectar de nuevo niveles incompatibles con el consumo humano en el embalse de Utxesa, que abastece a una comarca donde los récords turísticos y sus millones nunca llegan. “La sensación es de abandono. Eso sí, dentro de unos meses los partidos vendrán a hacer campaña para las municipales”, se queja el alcalde. El año pasado, otra fuga de hidrocarburos en la zona obligó también a vetar el consumo.
Fuentes de la Consejería de Acción Climática y Agricultura de la Generalitat admiten que este problema (“de contaminación difusa”, lo llaman) está extendido en toda la plana de Lleida y que si este año las concentraciones de contaminantes se han elevado tanto ha sido por la sequía. “Al haber menos agua se han incrementado los niveles concentrados’”, añaden. Durante el primer episodio de contaminación, en mayo, la cordialidad entre los ayuntamientos afectados y el Govern se impuso. Pero la declaración de otro episodio fue la gota, sucia, que colmó el vaso. Algunos consistorios han acusado esta semana a la Agencia Catalana del Agua (ACA), el órgano competente en gestión de agua de la Generalitat, de “inacción y desidia”.
El pasado martes, el director de la ACA, Samuel Reyes, respondió a los alcaldes en una entrevista en la Agencia Catalana de Noticias que la ley determina que son los ayuntamientos, en concreto la Mancomunidad de Aguas de Les Garrigues, los competentes para garantizar el suministro. Y acusó a este órgano de no haberse acogido a las ayudas por valor de 100 millones que ofreció en el territorio para mejorar la potabilidad. “Encima la culpa será nuestra. Es el Govern el que tiene que garantizar que el agua no nos llegue podrida”, responde el alcalde Acero. Cataluña lleva décadas estancada entre malas aguas: siete de cada 10 acuíferos están contaminados, lo que la aleja de cumplir el objetivo marcado por la Comisión Europea de descontaminación total para 2027.
La Generalitat no se aventura a poner fecha para la solución del problema, aunque confía en que un cambio de filtros en la planta potabilizadora logre descontaminar el agua. Y para el futuro apunta a buscar un nuevo punto de captación en otro pantano, sin contaminantes. Mientras, está fletando camiones cisterna cada dos días para que los vecinos llenen garrafas. Los alcaldes, sin embargo, se quejan de que en plena ola de calor en algunos municipios el líquido llega al mediodía.
Y entre el fuego cruzado de las administraciones, los vecinos se quejan de desinformación. Ninguno de la veintena de consultados entre tres localidades saben qué día ni a qué hora iba a llegar el próximo camión cisterna. Josep Vives, un vecino de 62 años de La Granadella (700 habitantes), muestra con su móvil un bando municipal que, publicado a las 10.50, avisa con una hora de antelación de la llegada del camión. “¿Tú crees que mi madre, que tiene 85 años, tiene que estar cargando botellas a toda prisa para ir a buscar agua?”, se pregunta. “Esto es tercermundista”, concluye.
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