De Madrid a Barcelona con una metralleta nazi

Transportar llevándola encima una MP 40 Schmeisser de la Segunda Guerra Mundial plantea muchos problemas

Marlon Brando con una metralleta MP 40 Schmeisser en 'El baile de los malditos'.

Soy el inesperado poseedor de una auténtica metralleta alemana de la Segunda Guerra Mundial. Y no una cualquiera, sino la célebre MP 40 Schmeisser, un arma icónica del ejército del III Reich (junto al tanque Tiger, el cañón de 88mm, el reactor Me-262 y el Panzerfaust, mucho menos manejables) y absolutamente imprescindible en cualquier película de Hollywood que se precie sobre la contienda. La han usado conspicuamente, de los desiertos a la nieve, Marlon Brando en ...

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Soy el inesperado poseedor de una auténtica metralleta alemana de la Segunda Guerra Mundial. Y no una cualquiera, sino la célebre MP 40 Schmeisser, un arma icónica del ejército del III Reich (junto al tanque Tiger, el cañón de 88mm, el reactor Me-262 y el Panzerfaust, mucho menos manejables) y absolutamente imprescindible en cualquier película de Hollywood que se precie sobre la contienda. La han usado conspicuamente, de los desiertos a la nieve, Marlon Brando en El baile de los malditos, Maximilian Schell en ese filme y en La cruz de hierro, de Sam Peckinpah (tocando virtuosamente a dúo con James Coburn), Anthony Quinn en Los cañones de Navarone, y sobre todo Clint Eastwood en El desafío de las águilas, película en la que el actor interpretaba a un comando aliado que, disfrazado de soldado alemán, ametrallaba con su Schmeisser a incontables nazis cual si yo tuviera una escoba y dándoles una dosis de su propia medicina.

La sorpresa de que me regalaran la semana pasada una MP 40 original, que aparte de su interés histórico vale una pasta, sólo fue comparable al acuciante problema de qué iba a hacer con ella. Y no me refiero a conquistar una posición soviética en el Frente del Este o liberar a Mussolini en el Gran Saso, no: me refiero a cómo iba a llevármela. El caso es que debía recogerla en Madrid y luego volver con ella a casa en Barcelona, lo que planteaba un complejo reto logístico. ¿Cómo trasladas una metralleta nazi, un arma de guerra, de una ciudad a la otra, y más con la que está cayendo? Igual se piensan que vas a unirte al Batallón Azov. No subes al AVE con una MP 40 Maschinenpistole, aunque tengas billete en el vagón de silencio, y a un avión ni te digo. El caso es que acabé el jueves por la tarde con la Schmeisser, que pesa un congo, en una bolsa en plena calle de Agustín de Foxá, junto a una farmacia, pensando qué iba a ser de nosotros; llovía.

Clint Eastwood con una Schmeisser en el set de rodaje de 'El desafío de las águilas'.

“¿Quieres una Schmeisser?”. La pregunta del escritor Ildefonso Arenas me cogió desprevenido. Anda, pues claro. “Venla a buscar, te la regalo”. No es la primera persona que me hace donación a fondo perdido de material de la Segunda Guerra Mundial, me deben ver cara de interesado en el tema. El añorado Carlos Romeu me regaló un casco de acero alemán, y Emil Palou el clásico estuche cilíndrico de máscara de gas. Por mi parte, conseguí torticeramente una guerrera de oficial durante el rodaje en Noruega de una serie sobre los héroes de Telemark. Cuatro cosillas más y ya puedo invadir Polonia. Aprovechando que tenía una entrevista sobre el masajista de Himmler, lo que me pareció una feliz coincidencia, viajé a Madrid y quedé a comer con Arenas en El viejo león para hacer el pase clandestino del arma. Fue un rato muy agradable, como suele ser con Idelfonso, que además me trajo una maqueta del acorazado Gneisenau, que juega un importante papel en su nueva novela, titulada provisionalmente La hermana fea, que es como denominaban a ese barco, gemelo del Scharnhorst.

Hablamos de muchas cosas, entre ellas de metralletas, claro, de la MP 38 antecesora de la MP 40, de sus primas rusa PPSh-41 (preferida por el sargento Steiner), británica Sten y estadounidense Thompson, y de los fusiles de asalto -empezando por el pionero StG44- que sustituyeron como arma básica de infantería a las metralletas y los rifles. Ildefonso, siempre concienzudo, me recalcó que Schmeisser es una denominación popular pero incorrecta pues Hugo Schmeisser desarrolló los primeros “submachine gun”, subfusiles o pistolas ametralladoras, a partir de 1918 pero no tuvo nada que ver directamente en las MP 38 y 40, que fueron diseñadas por Heinrich Vollmer para la empresa Erma, con el fin de dotar a los soldados de un arma de asalto para el combate a corta distancia con gran potencia de fuego (500 disparos por minuto, con un alcance efectivo de unos 180 metros). Fueron los Aliados los que la llamaron Schmeisser que es la denominación popular que ha quedado. En realidad, aunque se llegaron a fabricar un millón de unidades, no era tan habitual en las tropas alemanas como parece en las películas -por cierto salen en En busca del Arca perdida que transcurre en 1936 cuando la MP 40 aún no existía: ¡vaya fallo Steven!- y al principio sólo las llevaban los jefes de pelotón. El arma de infantería estándar era el rifle Mauser Kar.98 k, del que aún no dispongo, al tiempo.

Anthony Quinn tampoco quiso dejar de usar la Schmeisser en 'Los cañones de Navarone'.

Yo lanzaba miradas subrepticias bajo la mesa en pos de la Schmeisser, pero resultó que Arenas la había dejado a buen recaudo en el coche. Al acabar de comer fuimos al garaje y como si estuviéramos en The French Connection Idelfonso procedió a abrir el maletero y sacar el arma. Estaba dentro de una bolsa de viaje y me había traído también la caja de madera original, en la que no cabe porque no hay manera de extraerle el cargador. Abrió la cremallera y me enseñó disimuladamente la Schmeisser como si fuera un alijo de coca o fajos de billetes. Tomé el arma en las manos, estaba fría y desprendía un olor a grasa y violencia. Culata plegada, espolón bajo el cañón para ajustarse en las troneras de los vehículos acorazados y semiorugas. La empuñé con cuidado de no cometer el habitual error de agarrarla por el cargador, lo que puede provocar luego encasquillamiento (tampoco hay que llenarlo a tope con las 32 balas de su capacidad, hay que meter menos). Un Opel Corsa que buscaba plaza nos vio y cambió rápidamente de planta al yo apuntarle instintivamente.

Arenas me acompañó en su coche hasta Agustín de Foxá, donde descendí para quedarme al albur del único método de transporte que finalmente había encontrado, tras descartar el autocar por si había también control: un BlaBlaCar. No había usado nunca antes el servicio de coches privados, tan popular entre los jóvenes, en el que arriendas un asiento (25 euros) a alguien que hace tu mismo recorrido. Pero en fin, tampoco habrá ido antes una Schmeisser en BlaBlaCar, digo yo. No las tenía todas conmigo. ¿Acudiría a la cita la persona con quien había contactado? Ya me veía vagando por Madrid metralleta en ristre, igual acababa en mi viejo cuartel de la mili en el Pardo o, Dios no lo quisiera, en el Congreso, donde ya estuve a la fuerza con un arma parecida (una Zeta) el 23-F. Iba a parecer el día de la marmota. Estaba con tan sombríos pensamientos y ya agarrotado por el peso de la Schmeisser (4 kilos) y su caja cuando entonces apareció el Golf de Claudio, mi conductor. Viajaban a Barcelona él y su novia para ir a ver el Cirque du Soleil. Metí la bolsa con la metralleta y la caja de madera en el maletero confiando en que no me preguntaran qué llevaba. Me subí detrás, junto a un joven nigeriano al que, precisamente, le había dado esquinazo el coche con el que había quedado y que venía en plan repesca. Pensé que les debía extrañar a todos que un tipo de mi edad se embarcara en un BlaBlaCar, y con un equipaje tan raro; vamos que tenía todo el aspecto de un peligroso contrabandista. Yo que sólo llevaba una metralleta nazi de extranjis…, casi me indigné.

Maximilian Schell, con la Schmeisser (empuñándola mal), y James Coburn con la rusa PPSh-41, codo a codo en 'La Cruz de Hierro'.

El viaje, de seis horas, se me hizo largo pensando en si encontraríamos algún control -ahí la hubiéramos liado- o teníamos algún percance. En la parada que hicimos en una gasolinera dudé si bajar la bolsa con la metralleta, no fueran a marcharse sin mí. Pero hubiera sido peor quedarse en medio de la noche con la Schmeisser y sin transporte. Iba a ser un autoestopista peor que la niña de la curva. En el tramo final del viaje me quedé dormido, rendido por las emociones del día y la tensión acumulada. “¡No es mía, no es mía!”, grite cuando una mano me sacudió para despertarme. Entrábamos por la Diagonal. Ya estábamos. Recuperé la moto en la estación de Sans, cargué como pude la metralleta, la caja y la maqueta del acorazado (mi Honda Vision no es una BMW con sidecar) y atravesé la ciudad, disimuladamente armado. Ya sólo me podían pillar la Guardia Urbana y los mossos: a ver si se atrevían esta vez a hacerme soplar. Llegué a casa pasada la medianoche, cansado pero satisfecho y pensando ya dónde iba a colocar el arma para que luciera. Pero no conseguí contagiar mi entusiasmo. “¿Una metralleta de la Segunda Guerra Mundial?”, me recibieron con displicencia, “justo lo que nos faltaba”. No me importó: empuñé complacido la Schmeisser, me la acerqué al oído y escuché junto a un viejo y lejano ra-ta-ta-tá la escalofriante promesa de nuevas aventuras.

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