Muere José Martí Gómez, el periodismo de sucesos con unas gotas de piedad

El reportero fue un referente ético y estético en la profesión desde el tardofranquismo a partir de sus elogiadas crónicas y entrevistas, cargadas de factor humano y valores hacia los perdedores de la vida

Retrato del periodista José Martí GómezVídeo: CADENA SER

“Explicaba las historias de vida de las gentes que pasaban por los banquillos; el relato me lo daban ellos. Yo solo ponía unas gotas de piedad”. Fiel a su estilo, de aparente sencillez, pero de gran calado en forma y fondo, contaba así José Martí Gómez cómo ejercía el periodismo quien ha sido considerado uno de los mejores reporteros y cronistas de sucesos desde el tardofranquismo, oficio que pierde un poco más de misericordia y comprensión tras su muerte este martes en Barcelona a los 84 años, consecuencia de una larga e...

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“Explicaba las historias de vida de las gentes que pasaban por los banquillos; el relato me lo daban ellos. Yo solo ponía unas gotas de piedad”. Fiel a su estilo, de aparente sencillez, pero de gran calado en forma y fondo, contaba así José Martí Gómez cómo ejercía el periodismo quien ha sido considerado uno de los mejores reporteros y cronistas de sucesos desde el tardofranquismo, oficio que pierde un poco más de misericordia y comprensión tras su muerte este martes en Barcelona a los 84 años, consecuencia de una larga enfermedad que con él no demostró clemencia. Admitía que se sentía “fascinado por las historias de los perdedores” o al menos por aquellos a los que la vida se lo había puesto un poco o un mucho difícil. En parte era su propio caso con relación al periodismo, al que llegó tras unos tiempos en los que la censura franquista solo dejaba publicar dos sucesos de sangre a la semana hasta los años sesenta y, desde entonces, un poco más únicamente si se cumplían tres premisas: si el asesino era siempre retratado como un ser abyecto; si el policía aparecía como un ser abnegado y si el crimen se registraba resuelto siempre tras una brillante investigación. Los textos de Martí Gómez (firmó siempre con los dos apellidos para que su madre no fuera menos, decía) casi nunca cumplían ni tan siquiera alguna de las tres condiciones.

Licenciado en Magisterio en Valencia, maestro de la modesta Colonia Industrial del Puerto de Barcelona, en 1963 mataba el temprano gusanillo del periodismo como corrector en el viejo Diario de Barcelona, hasta que una vacante en el rotativo Mediterráneo lo llevó de regreso a Castellón, donde había nacido en la localidad de Morella, en 1937. Ante el referéndum de Franco de diciembre de 1966, Pepín, como allí lo conocían, se presentó al director con dos sucesos impagables: un alcalde que repasaba las papeletas de sus conciudadanos en la cola para cerciorarse de que ponían sí y otro que permitió que una mujer votara también afirmativamente en nombre de su difunto marido. No se publicó nada, claro. Una negativa que colmó su paciencia y lo llevó a llamar a su amigo y compañero de promoción periodística Josep Maria Huertas Clavería, quien le consiguió plaza de compaginador en el entonces pujante El Correo Catalán.

Las dos historias del referéndum llevaban la alquimia inimitable del periodismo de Martí Gómez: una combinación sin igual de investigación y crónica, siempre fruto de una cantidad de contactos y fuentes muy heterogéneas: “Dos ministros, media docena de jueces y fiscales, un policía, un atracador, el propietario de una tienda de ultramarinos, un farmacéutico y un alcohólico”, las enumeró una vez. No fueron muchas más en casi medio siglo de ejercicio porque, sostenía, “es más importante la calidad de las fuentes que tener muchas”. Así fue en su caso porque de las 27 citaciones judiciales que salpicaron su trayectoria por sus informaciones, de todas salió absuelto.

“Tengo amigos policías, pero también amigos atracadores”, ejemplificaba con su peculiar voz baja, aguda como su espontánea risa, que le ayudaron a ganarse la confianza de unos confidentes que sabían que nunca les traicionaría. Una manera de hacer y de ser que, con los años, explicaría también su pasmosa facilidad para arrancar sinceridad e intimidades en el difícil arte de la entrevista, género que dominó como pocos. “Debo haber hecho más de medio millar en mi vida, pero solo en media docena he logrado ese clic en el que el entrevistado se olvida de que estás ahí y te cuenta una cosa íntima que luego, muchas veces, te pide que borres u olvides: y si hay un punto de decencia, lo haces”, sostenía. Y quizá ello explique que obtuviera algunas a personajes tan imposibles como Graham Greene y John Le Carré, aún hoy recordadas. El silencio no le preocupaba porque, sostenía, “en periodismo, tarde o temprano todo acaba por poder publicarse”.

Pesimismo clarividente

“El oficio se aprende en la calle, leyendo mucho, teniendo muchos contactos y sabiendo encontrar en cada historia la pequeña anécdota que refleja una sociedad entera”, solía decir. Y practicó con el ejemplo, si bien en su caso con un punto de heterodoxia: en 1974, no paró de seguir por la calle a Manuel Fraga hasta que le concedió una entrevista en un portal o se declaró en huelga hasta que Jordi Pujol no lo recibiera y le explicara personalmente por qué le vetaba las informaciones sobre la quiebra del Banc de Girona en El Correo Catalán.

Venía de su particular manera de entender el periodismo, ese que es El oficio más hermoso del mundo, como tituló sus memorias en 2016. Porque entendía, ya desde el revolucionario 1968, que en periodismo muchas veces el quién es menos importante que el qué y el cómo. Y así aceptó mancomunar labores fuera del diario con Huertas y Jaume Fabre y Rafael Pradas en la corresponsalía de la influyente Cuadernos para el diálogo, o que colaboraciones con los dos primeros salieran en la catedralicia Destino indistintamente firmadas sin responder a la autoría real o que tripularan al alimón la dirección de la combativa revista Oriflama. La firma (y el dinero) era entonces, en periodismo, lo de menos.

Pertrechado con su pesimismo clarividente, una mirada escorada hacia lo sentimental exportada de su propia manera de ser, una predisposición a no juzgar ni condenar y una ironía afilada por una ternura que apenas podía camuflar el humo de su pipa, Martí Gómez se convirtió en un destacado cronista judicial y de la a menudo demasiado gris vida cotidiana y sociopolítica en secciones de El Correo Catalán como Ver, oír y callar o La sala de los pasos perdidos. De ahí que Manuel Vázquez Montalbán le pidiera que hiciera crónicas de sucesos en Por Favor, si bien en esa cabecera destacó más con sus entrevistas a cuatro manos con Josep Ramoneda, que les valieron el premio Manuel del Arco y que quedaron recogidas en el libro Hagan juego, señores.

Sus crónicas, tan entrañables como ácidas, cosidas siempre desde pequeñas anécdotas con las que construía personajes y situaciones, le abrieron las puertas de las cabeceras más importantes de la prensa española: El Periódico, La Vanguardia, EL PAÍS y El Mundo, una trayectoria inusual que fue salpimentando con la elaboración (varios también con autoría compartida) de 16 libros, entre ellos títulos referentes para el periodismo de sucesos como La España del estraperlo, Amor y sangre en La Oficina e Historias de asesinos. O también El corazón inglés, delicado coctel de esas pequeñas historias, grandes anécdotas denotativas que tanto le gustaban y de las que ni se salvó Londres, instantáneas acumuladas tras su paso como corresponsal.

“Se hace hoy muy poco periodismo de calle, faltan relatos de vida interesantes”, lamentaba sobre su querido oficio en estos últimos años, cuya actualidad comentaba en programas radiofónicos como A vivir, La Ventana y antes en Hora 25, de la Cadena SER, mientras alertaba sobre la excesiva confraternización entre policías y periodistas que estaba detectando quien nunca se casó con nadie; tampoco quedaba muy bien parada una justicia “deshumanizada en el trato, alejada de la realidad social, teatral en su representación, hermética en su lenguaje…”.

Por ese amor por los detalles de factor humano y porque era amante de los textos largos (lamentaba que las historias se trocearan en dos o tres piezas en una página) escribió una vez: “Por lo único que me gustaría ser famoso: por merecer una necrológica en un diario inglés”. Su favorito, en eso, era The Independent. En ella pondría que obtuvo el Ciudad de Barcelona en dos ocasiones: por sus entrevistas en El Periódico (1983) y por el programa Saló de fumadors en Radio Barcelona (junto a Joan de Sagarra); también el Nacional de Periodismo de la Generalitat, junto a sus coetáneos profesionales Lluís Permanyer y Joan de Sagarra (2008), como lo fueron Francisco González Ledesma o Gonzalo Pérez de Olaguer, y que el Col·legi de Periodistes de Catalunya le concedió el primer Ofici de Periodista (1999). También recogería que fue un marido solícito, atento padre de dos hijos y rendido abuelo de tres nietos. Gran periodista porque era mejor persona. Sin duda, le haría justicia.

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