José Martí Gómez, el último reportero
El periodista especializado en sucesos falleció este martes en Barcelona a los 84 años
José Martí Gómez fue quizá el último reportero de su especie. La de quienes pateaban la calle y se paraban a hablar con la gente. Como sabía escuchar, propiciaba la confesión ajena. Ese talento rarísimo funcionaba incluso con los amigos. En cuanto nos veíamos, sonreía y decía un simple “¿qué?”, y yo no podía evitar contarle mi vida. Era un hombre bueno y discreto al que se podía contar cualquier cosa. Dicho así, podría parecer un periodista muy atípico. Lo era. También era el mejor reportero que he conocido....
José Martí Gómez fue quizá el último reportero de su especie. La de quienes pateaban la calle y se paraban a hablar con la gente. Como sabía escuchar, propiciaba la confesión ajena. Ese talento rarísimo funcionaba incluso con los amigos. En cuanto nos veíamos, sonreía y decía un simple “¿qué?”, y yo no podía evitar contarle mi vida. Era un hombre bueno y discreto al que se podía contar cualquier cosa. Dicho así, podría parecer un periodista muy atípico. Lo era. También era el mejor reportero que he conocido.
Nació en 1937, en Morella, Castellón, y estudió Magisterio en Valencia. Pero quería ser periodista y tras pasar por el Diario de Barcelona (donde fue corrector) y el Mediterráneo de Castellón (donde fue un reportero demasiado dinámico y sincero para la censura franquista) recaló en El Correo Catalán, donde fue hombre-orquesta: en un mismo día podía tomar café con un atracador, almorzar con un juez, escribir un par de piezas deliciosas y arreglar de madrugada un lío en la imprenta.
En el Correo forjó su amistad con Josep María Huertas Clavería. Con Huertas y Jaume Fabre, y junto a otros amigos como Paco Candel, se dedicó a narrar la historia y el presente de los barrios periféricos de Barcelona, de los campamentos chabolistas, de aquellos territorios urbanos de los que nadie hablaba. Y a contar lo que ocurría en la calle, los tribunales, los cafés. Insisto: tenía el don de escuchar, que no consiste exactamente en dejar hablar al otro, sino en algo más.
Para mí, el periodismo era aquella mesa del Correo que compartían por las tardes Martí y Joan de Sagarra, con una botella de ron Saint James delante. El periodismo era aquella peña de locos (Manuel Vázquez Montalbán, Perich, Maruja Torres, el propio Martí) que sacaban a trancas y barrancas, con abundantes y a menudo surrealistas broncas judiciales (el mismo juez que amenazaba a Martí con empurarle por un artículo podía proponerle acto seguido que se fueran de putas, así eran de caóticos los tiempos) la revista política y humorística Por Favor en los años más agitados (1974-1978) de la transición. El periodismo eran aquellas largas entrevistas que Martí y Josep Ramoneda, amigos y ambos del Espanyol, realizaban con una mezcla sutil de candor y malicia.
Para mí, el periodismo era Martí Gómez. A él le pregunté, hacia 1976, si me aconsejaba dedicarme a la prensa. Me dijo que sí, pero durante el resto de su vida insistió en que había cometido un “craso error” al hacerle caso. A principios de los 90 coincidimos en Londres como corresponsales. Martí Gómez apenas hablaba inglés. Y, sin embargo, producía unas crónicas maravillosas. Lo que demuestra que el buen reportero se las arregla en cualquier circunstancia.
También trabajó durante años para la radio, la SER, y su voz cascada por el caliqueño, interrumpida por pausas de ironía o escepticismo, tenía eso que llaman credibilidad. Escribió en La Vanguardia y en EL PAÍS. Siempre frecuentó a sus amigos, desde antiguos atracadores de bancos como Rojano Carrasco hasta abogados como Mateu Seguí, desde sacerdotes como Josep Bigordà hasta los muchos periodistas descarriados para quienes Martí era un emblema, un modelo y un misterio. No creo que exista hoy nadie en la prensa capaz de guardar de por vida los sabrosísimos off the record que se calló para siempre, porque no traicionaba la confianza de quien le hacía una confidencia. Permítanme la estupidez: un gran poder, ese del que disponía con su don para abrir el alma ajena, conlleva una gran responsabilidad.
Cuando murió Josep María Huertas Clavería, Martí Gómez habló en el funeral. Recordó el carácter insufrible de Huertas, su afición a las camisas chillonas y a las comidas imposibles (berberechos con batido de chocolate, por ejemplo) y su facilidad para meterse en líos. “Soy católico y creo en la vida eterna”, dijo Martí, “y por tanto creo que me reencontraré con Huertas, que él seguirá igual y volverá a meterme en líos”.
Yo no creo en la vida eterna, cosa que ahora mismo lamento, y no creo que pueda volver a compartir con él un Martini, o dos, o tres, en la barra de Boadas. Ruego disculpas a su esposa porque más de una vez se lo devolví en un estado no óptimo. Gocé de ese privilegio, que no disfrutarán los jóvenes que ahora empiezan a cometer el craso error de dedicarse a este oficio insensato. En el que ya no está José Martí Gómez, fallecido en Barcelona, rodeado por su familia, el 22 de febrero de 2022.