Como meter un incendio forestal en un teatro

Julio Manrique logra lo imposible en la hermosa y trágica ‘Animal negre tristesa’ en la Sala Beckett

Una escena de 'Animal negre tristesa'.

Hay obras teatrales que piden lo imposible: visualizar una tempestad, un naufragio, la batalla de Azincourt, un mercante torpedeado o el cruce de las cataratas del Niágara sobre una maroma. Julio Manrique y el equipo que se ha reunido para montar en la Sala Beckett Animal negre tristesa (coproducción con el Teatro Español) han afrontado ahora el reto de recrear en un escenario un incendio forestal, con todo su espanto y terrorífica fascinación.

Si Macbeth presenta la dificult...

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Hay obras teatrales que piden lo imposible: visualizar una tempestad, un naufragio, la batalla de Azincourt, un mercante torpedeado o el cruce de las cataratas del Niágara sobre una maroma. Julio Manrique y el equipo que se ha reunido para montar en la Sala Beckett Animal negre tristesa (coproducción con el Teatro Español) han afrontado ahora el reto de recrear en un escenario un incendio forestal, con todo su espanto y terrorífica fascinación.

Si Macbeth presenta la dificultad de un bosque (el de Birnam) marchando sobre un castillo (el de Dunsinane) -por no hablar del puñal flotando en el aire o el fantasma de Banquo-, la obra de la dramaturga alemana Anja Hilling (Lingen, 1975), originalmente Schawarzes Tier Traurigkeit y estrenada en 2008 en Hamburgo, precisa de ese incendio que es el núcleo central de la trama. El montaje de Manrique, estrenado anoche, resuelve muy bien el dilema y ofrece un espectáculo de gran efectismo echando mano de numerosos recursos, un ciclorama en el que se proyectan imágenes videográficas, potentes efectos de sonido (¡la explosión de la camioneta!) y luz, y elementos tan ingeniosos como confeti plateado que representa la ceniza incandescente que cae y que cubre el suelo y se pega a los cuerpos quemados, o la bolsa de patatas fritas al revés que cubre un miembro abrasado. Pero, sin restar un ápice al despliegue escenográfico y las soluciones tan imaginativas, sobre todo consigue meternos en el incendio y el drama con el poder de la palabra.

Es paradójicamente el texto, en medio de la deflagración representada, el que mejor y más pavorosamente nos hace ver el fuego, como cuando evoca a un bombero ardiendo en el suelo con llamas brotándole de la espalda como alas. Un texto (traducción de Maria Bosom) con momentos escalofriantes y a la vez conmovedores, de una gran altura poética.

Animal negre tristesa, que se verá en Madrid del 23 de abril a 20 de mayo, se representa en la Beckett hasta el 6 de marzo en un ciclo sobre las amenazas del cambio climático, aunque Manrique matiza que en realidad la obra no es sobre eso, sino que el incendio es un pretexto para hacer descender literalmente a los personajes al infierno. Muestra a cuatro hombres, dos mujeres y un bebé que deciden pasar un día en el bosque. Son gente guay, urbanitas cool, varios de ellos del mundo cultural (una fotógrafa, un artista plástico, un músico), unidos por lazos de amistad, familiares y amorosos. Lo que empieza como una comedia de situación inteligente, con bromas, pullas y rencillas entre los personajes, y con un punto bucólico de El sueño de una noche de verano, deriva en una tragedia del copón al incendiar los excursionistas el bosque por un descuido, una letal negligencia.

Lo que parecería una obra convencional -más allá del hecho de tener que meter un incendio- es por su construcción una pieza muy singular que exige escapar del realismo (“literatura postdramática”, dice Toni Casares, el director de la Beckett que es quien le pasó la obra al director). El texto está formado en gran parte por acotaciones y frases que hay que descifrar. Manrique ha optado por añadir dos intérpretes (Màrcia Cisteró y Norbert Martínez) que hacen de narradores, acotadores (y que además cantan y hacen música), aunque en realidad todos los personajes dicen también textos descriptivos. El espectáculo tiene así una calidad de enajenación, una atmósfera de onirismo y ensoñación, de espejismo, que cuadra muy bien con la pesadillesca fascinación del incendio y el shock que produce el drama en los personajes. La interpretación suma además al registro realista patrones de movimiento corporal y danza (orquestados por Ferran Carvajal) que rompen la convención y añaden otras teatralidades y una calidad de extrañeza al espectáculo.

Manrique habla de “un puñetazo al estómago” y es verdad que la función tiene momentos muy duros, de pasarlo mal, y hasta sobrecogedores, casi insoportables (ahora parece que no puede faltar ese rasgo a lo Romeo Castellucci en ningún montaje). Pero consigue una rara combinación de dolor y belleza. “Es una obra que todo el rato cuando la lees parece estar diciéndote, ‘a ver cómo lo haces para montarme’, un desafío”, ha apuntado el director. Manrique parece haber sabido cómo hacerlo, dar forma nueva a la tragedia y propiciar una reflexión sobre nuestras propias vidas (como evidencia el espejo que sustituye al incendio en la sala). A reprochar si acaso el cambio de registro disruptivo de la escena de los campesinos que dan cobijo al superviviente traumatizado (Ernest Villegas) y toda la trama paralela del desamor y los celos en el trío de personajes gays que es algo innecesaria en su extensión y parece salida de Los chicos de la banda.

Los actores se entregan al dificilísimo ejercicio en cuerpo y alma. Mia Esteve consigue que suframos por sus bonitos rizos convertidos en una zarza ardiente, Jordi Oriol por su mano, David Vert ofrece el personaje menos empático y al que el trauma enfatiza su aspereza, mientras que el polivalente Joan Amargós -un actor siempre tan interesante, con algo de Ramon Madaula- es el outsider del grupo y aporta algunos inesperados (y que se agradecen) detalles cómicos al drama. Mima Riera carga literalmente con el mayor peso de la tragedia, arrastrando el terrible bulto calcinado como una madre del Dresde bombardeado, y enriquece la representación con su bella plasticidad física, que a veces sugiere el movimiento oscilante de las llamas.

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