El reconocimiento pendiente

En el fondo, lo que está diciendo Pere Aragonès es que el problema catalán es una cuestión de reconocimiento. No se quiso entender en su momento y cada vez resulta más complicado

Conferencia del presidente de la Generalitat de Cataluña, Pere Aragonès, en el Club Siglo XXI, en Madrid.Jaime Villanueva (EL PAÍS)

Con el tono contenido que le caracteriza, casi nunca una palabra de más, el presidente Pere Aragonès se presentó en Madrid en un intento de recordar que la cuestión catalana sigue ahí, por mucho que en la capital se dé por olvidada, y de incentivar las vías de diálogo. Lo hizo en el Club Siglo XXI, una reliquia de los inicios de la Transición, cuando fue uno de los primeros lugares abiertos al diálogo y la conversación en el tránsito de la dictadura a la democracia. Parece que es el primero de tres intentos programados. Y desde luego el voluntarismo de Aragonès tiene una nada envidiable cuesta...

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Con el tono contenido que le caracteriza, casi nunca una palabra de más, el presidente Pere Aragonès se presentó en Madrid en un intento de recordar que la cuestión catalana sigue ahí, por mucho que en la capital se dé por olvidada, y de incentivar las vías de diálogo. Lo hizo en el Club Siglo XXI, una reliquia de los inicios de la Transición, cuando fue uno de los primeros lugares abiertos al diálogo y la conversación en el tránsito de la dictadura a la democracia. Parece que es el primero de tres intentos programados. Y desde luego el voluntarismo de Aragonès tiene una nada envidiable cuesta por delante. Un auditorio escasamente representativo tanto desde el punto de vista político como del social y una limitada repercusión en la prensa madrileña lo testifican. Es más, el encargado de frenar cualquier fantasía ha sido el catalán Salvador Illa, que desde Madrid ha dado la respuesta: no habrá referéndum.

Todo parece indicar que en una arriesgada confusión entre los deseos y las realidades las élites madrileñas dan por amortizado el conflicto catalán. Y quizás esta impresión viene contaminando también al presidente Sánchez, que apela a la pandemia, convertida en recurso para todo, para justificar el aplazamiento de la convocatoria de la mesa de diálogo, pendiente de reunirse conforme al pacto establecido por el Gobierno español y la parte republicana del Gobierno catalán (sus socios de Junts han preferido colocarse en la hipótesis del fracaso antes de empezar a negociar, en un extraordinario ejercicio de lealtad institucional).

En una confusión entre deseos y realidades, las élites madrileñas dan por amortizado el conflicto

Aragonès apeló a encontrar “fórmulas imaginativas y creativas” (un modo de sublimar el envite) para que los catalanes se pronuncien sobre la independencia, instando al Gobierno “a que se arriesgue a ganar en las urnas, pero también a perder”. Y advirtiendo de que “no habrá una segunda oportunidad”. Muchos pensaran que es un ejercicio de consumo interno dirigido al Gobierno catalán y al bloque independentista, que se mueve entre los que piden un referéndum pactado (con Esquerra al frente) y los que, contra toda evidencia, lo dan ya por hecho y reclaman la implementación del mandato del 1 de octubre. Pero así se elude la cuestión principal: ¿Cómo restablecer una relación política que permita salir del clima de confrontación que se viene arrastrando desde que el Estado optó por la vía represiva para frenar el proceso?

A nadie se le escapa que para convocar un referéndum que cuestione las estructuras del Estado no basta con un simple acto voluntarista. Se requiere que las dos partes piensen que cualquier otra opción sería peor. Y no es el caso. Cuando en abril de 2014 tres grupos catalanes plantearon en el Congreso de los Diputados la posibilidad de celebrar un referéndum, recuerdo que llamé a Alfredo Pérez Rubalcaba: “¿Por qué no la aceptáis? ¿No sois conscientes de que ahora mismo lo ganaríais por goleada y tendríais el tema resuelto por unas cuantas décadas?”. “Posiblemente, tienes razón”, me dijo, “pero sería sentar un precedente”. Es el tabú del referéndum. Y ahí viene la parte débil del discurso de Pere Aragonés: “No habrá segunda oportunidad”. Quiere ser una amenaza pero en el fondo es una constatación de impotencia, porque ahora mismo no hay en el horizonte una vía unilateral alternativa para la independencia que pueda presionar.

Con lo cual lo que se requiere es encontrar fórmulas entre las dos partes para que la mesa de diálogo sirva como expresión del reconocimiento del conflicto y, a partir de ahí, alcanzar acuerdos asumibles que permitan salir de la resaca. No nos podemos quedar en la dinámica represión/embate, que sólo puede agrandar las fracturas y las distancias.

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No nos podemos quedar en la dinámica represión / embate, que solo puede agrandar las fracturas

El PSC se acaba de incorporar al Pacto Nacional por la Lengua en Cataluña, con lo que desmitifica de facto dos tópicos de cierta cultura política española: que el castellano esté en peligro en Cataluña y que la protección del catalán, la lengua que sí está amenazada, sea en detrimento del español. Como explicaba la demógrafa Anna Cabré, sin las migraciones del siglo XX y XXI Cataluña tendría hoy una población en torno a los dos millones y medio de habitantes, somos siete millones y medio. Echen cuentas. La realidad es así. Y es sobre ella sobre la que se construyen los verdaderos proyectos políticos. La razón democrática sugeriría empezar por reconocerla y buscar territorios de acuerdo. Pero unos no quieren y otros no pueden forzarlos. Lo cual sólo sirve para incentivar a los que buscan que la situación se haga insostenible. En el fondo, lo que está diciendo Aragonès es que el problema catalán es una cuestión de reconocimiento. No se quiso entender en su momento y cada vez resulta más complicado.

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