Opinión

Idolatría y desolación

Hoy, el barcelonismo y el ‘procesismo’ comparten algunas características inquietantes: ambos enarbolan relatos apocalípticos y echan las culpas a cualquier bicho viviente con la condición de que no sea el ídolo

Un aficionado mira una camiseta de Messi en una tienda de Barcelona.Quique Garcia (EFE)

La función principal de los ídolos es representar mediante objetos e imágenes un estadio de perfección superior, por encima del común, atribuible pongamos a un Dios. Históricamente el culto a los ídolos nace en contextos religiosos, pero no es ningún secreto que en nuestra época todo esto se da en ámbitos tan dispares como el deporte, la política y la farándula. Además, los ídolos ya no son solo objetos venerados en la penumbra de los templos o a cielo abierto los días de fiesta. Siguen propiciando merchandising, pero las divinidades contemporáneas son de carne y hueso. Así tenemos depo...

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La función principal de los ídolos es representar mediante objetos e imágenes un estadio de perfección superior, por encima del común, atribuible pongamos a un Dios. Históricamente el culto a los ídolos nace en contextos religiosos, pero no es ningún secreto que en nuestra época todo esto se da en ámbitos tan dispares como el deporte, la política y la farándula. Además, los ídolos ya no son solo objetos venerados en la penumbra de los templos o a cielo abierto los días de fiesta. Siguen propiciando merchandising, pero las divinidades contemporáneas son de carne y hueso. Así tenemos deportistas estratosféricos que levantan pasiones, políticos carismáticos que desatan odios y admiraciones, cantantes espasmódicos que entran en casa en forma de camisetas, tazas y estampitas.

Para muchos catalanes, dos son los ídolos que han marcado el país durante los últimos años: el exjugador del Barça Lionel Messi y el expresidente de la Generalitat Carles Puigdemont. Ídolos en el sentido original, de objetos de culto, y en el sentido más moderno, de personas admiradas con exaltación. En tanto que dioses encarnados, uno y otro fueron enaltecidos como héroes y pastores. Mientras estuvieran, todo iría viento en popa. A base de apariciones periódicas, Messi hacía saltar el epifanómetro barcelonista en cada partido y Puigdemont el esperanzómetro del procesismo en cada declaración. Los feligreses se acostumbraron a un relato ganador, iconográfico, presumiblemente real, pero detrás de goles y regateos había algo más: se trataban de ídolos humanos.

Venerar un ídolo como si fuera un Dios se llama idolatría. Con razón el judaísmo, el cristianismo y el islam la prohíben, pues se cae en la adoración de falsos dioses y en la desesperación cuando las cosas no funcionan. Alrededor del último Messi se acomodó un barcelonismo alejado de la realidad, fiado a un solo hombre rodeado de vacas sagradas a medio gas. En el regazo de Puigdemont agoniza el procesismo , ese cóctel de victimismo e ingenuidad que sigue coleando después del referéndum del 1-O.

Cuando Messi todavía era capaz de alguna carrerilla (quien tuvo, retuvo), cuando Puigdemont todavía tenía en sus manos algo más que promesas, las idolatrías barcelonista y procesista aún encontraban sentido al universo catalán. Pero tarde o temprano los ídolos caen. Hoy, en Cataluña no hay nada tan personalmente desolador como ser a la vez culer y procesista , porque se trata de religiones magulladas, sin faros, ruinas.

Por otro lado, iconoclastia significa, en griego, ruptura de imágenes. Los conatos de iconoclastia destruyen los iconos por motivos sobre todo religiosos o políticos. La iconoclastia se da normalmente en los finales de ciclo, por no decir que los acelera. No deja de ser una especie de catarsis y de culto final a lo que muere. Quemar iglesias, y en Cataluña hay una cierta tradición, concede un poder inusitado al pirómano, pero también se trata de un reconocimiento al poder que se destruye. Dicho de otro modo, los iconoclastas no se cargan nada que no les impresione. Las imágenes y monumentos que representan el poder se volatilizan, se instaura un interregno a la espera de nuevos objetos de culto, la rueda gira, puede empezar otro ciclo.

Hoy el barcelonismo y el procesismo comparten algunas características inquietantes. Parecen la Congregación de la Quejumbre: ambos enarbolan relatos apocalípticos, tristes, y ambos echan las culpas a cualquier bicho viviente con la condición que no sea el ídolo. Motivos no les faltan. Se está viendo que la gestión de Bartomeu fue un desastre y que su junta ha dejado el club al borde del precipicio. Se está viendo que todos los políticos independentistas del núcleo duro mintieron o pecaron de soberbios. También es verdad que en Can Barça la procesión de malas prácticas empieza antes, y que el Estado hizo de todo para aplastar el independentismo catalán. Pero en ningún caso se ha dado ningún estallido de iconoclastia, tan saludable cuando se trata de oxigenar el espíritu feligrés. Pocos se dirán que Messi había convertido el equipo en una pléyade de 10 mayordomos en el campo y de unos cuantos más en el club. Ni en sueños saldrá ningún procesista a exigir que Puigdemont dé explicaciones sobre su gestión.

No se derrocan los ídolos, luego no hay lugar para los nuevos o para resurrecciones inesperadas. A todo esto, Messi y Puigdemont se fueron por la puerta de atrás, cosa impropia de un ídolo. Se argumentará que los malos les echaron, y es cierto, en parte, pero de momento no se les exige que hagan espacio.



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