Opinión

Trump y nosotros

La derrota de Donand Trump es un buen motivo para tratar de saber qué tiene que ver con nosotros, en qué nos influyó y si algo nos quedará de su legado

El presidente estadounidense, Donald Trump, este sábado en GeorgiaJONATHAN ERNST (Reuters)

Ahora que se va y dicen que no acabará de irse, es un buen momento para tratar de saber qué tenía que ver con nosotros, en que nos influyó, y si nos dejará algo de su legado. Cuando comenzó el proceso independentista, hace ocho años, y Donald Trump aún no había anunciado ni siquiera su candidatura a las primarias republicanas, pocas posibilidades de analogía podía haber. Si acaso, una muy genérica, dada la segura adscripción del magnate neoyorquino al populismo, en caso de que se hicieran realidad los rumores de sus aspiraciones presidenciales.

A pesar del negacionismo de un procesismo ...

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Ahora que se va y dicen que no acabará de irse, es un buen momento para tratar de saber qué tenía que ver con nosotros, en que nos influyó, y si nos dejará algo de su legado. Cuando comenzó el proceso independentista, hace ocho años, y Donald Trump aún no había anunciado ni siquiera su candidatura a las primarias republicanas, pocas posibilidades de analogía podía haber. Si acaso, una muy genérica, dada la segura adscripción del magnate neoyorquino al populismo, en caso de que se hicieran realidad los rumores de sus aspiraciones presidenciales.

A pesar del negacionismo de un procesismo inicialmente enamorado de la pureza democrática del derecho a decidir, aquel movimiento que impulsó Artur Mas ya era populismo en estado puro y encajaba en todas y cada una de las características de los populismos de derechas y de izquierdas mucho antes de que se diera por declarado su ascenso primero ideológico y luego electoral. Mas lo expresó de forma probablemente irreflexiva en el cartel electoral con el que se presentó a las elecciones en 2012, bajo el lema “La voluntad de un pueblo” y con una imagen evocativa del Moisés encarnado por Charlton Heston en la película Los diez mandamientos.

Bien que se arrepintió y excusó, especialmente en un artículo titulado ‘Nuestro soberanismo no es populista’ publicado cuatro años después: excusatio non petita, accusatio manifiesta, dice el dicho latino. Las pruebas materiales del populismo nacionalista son poco discutibles: rechazo de las élites, mitificación del pueblo, antipluralismo, antipolítica, polarización, explicaciones conspiranoicas, interpretaciones históricas deterministas y, sobre todo, exaltación de la democracia directa.

Hay fenómenos históricos por tanto que son difíciles de percibir en su comienzo, pero van aclarando sus perfiles con el tiempo. Ahora ya sabemos que el Brexit, los nacionalpopulismos de Hungría y Polonia, la momentánea ascensión de Salvini y de Alternative für Deustchland, las victorias de Jair Bolsonaro y Donald Trump y también muchos elementos y actores del procés, pertenecen al mismo universo ideológico tal como han reconocido incluso conspicuos intelectuales del independentismo.

Trumpismo y procesismo eran como un huevo y una castaña al principio, pero ahora se parecen cada vez más, incluso en aspectos muy concretos que rebasan la conceptualización populista, como es el caso de la política internacional desplegada por Donald Trump. Lo más destacado es el del unilateralismo practicado y exhibido por la Casa Blanca de Trump y convertido en dogma del independentismo, mantenido incluso como reserva de último recurso incluso cuando no se practica. También en alguna medida, el aislacionismo, el excepcionalismo y el supremacismo, expresados en la retirada trumpista de las instituciones internacionales, el proteccionismo comercial, el rechazo de la inmigración, o la idea de replegarse de los compromisos globales, aunque en nuestro caso sea de aplicación exclusiva hacia España y no al conjunto de las instituciones europeas e internacionales.

Pero el capítulo más sugestivo de la diplomacia trumpista es el que expresa en un libro ya antiguo que lleva por título El arte de la negociación, inspirado en las técnicas de persuasión más o menos coactivas de los negocios inmobiliarios a los que se dedicó por herencia familiar. La negociación trumpista, inspirada en su actividad como promotor es meramente transaccional: da lugar a acuerdos concretos en los que se intercambian activos, terrenos, edificios y dinero y que se acaban y se olvidan una vez cerrados. Trump quiere ser el vencedor siempre, y por ello aconseja contar con palancas que permitan imponer sus condiciones y su voluntad a la otra parte, el adversario.

No se trata por tanto de pactos entre socios que generan relaciones de confianza y vínculos de lealtad hasta construir instituciones. Es un mundo sin aliados ni amigos, tan solo clientes y socios de negocios concretos. Los pactos se respetan cuando no hay otro remedio, es decir, cuando el castigo por no hacerlo es más costoso que las ventajas de la ruptura. Los ejércitos de leguleyos, dispuestos a plantear costosos litigios que conducen a la rendición por cansancio, hacen una parte del trabajo. La amenaza directa e incluso la coacción violenta hacen el resto. No corresponden a la tradición secular del pactismo, tan arraigada en tierras fuertemente romanizadas como Cataluña, sino a la omertà defensiva entre mafiosos organizados bajo la ley de la venganza, tan habitual en las ciudades estadounidenses de fuertes comunidades inmigrantes, que tanto juego han dado a la literatura negra y al cine.

Cuanto más sabemos de la intrahistoria política catalana de los últimos 40 años, más nos alejamos de la teoría sobre la persistencia del pactismo de origen medieval en nuestra sociedad, tan bien formulada por Jaume Vicens Vives en Noticia de Cataluña, como “una responsabilidad absoluta del gobernante hacia el gobernado, de la aceptación por un lado y la otra de las normas del juego social, económico y político comúnmente establecidas”, y más nos acercamos al transaccionalismo trumpista, equivalente al peix al cove (el pájaro en mano) pujolista, que hace extender la sospecha sobre un poder corrupto y desleal, en el fondo descomprometido con el destino de la democracia española, que se consolidó poco después del advenimiento del autogobierno catalán hasta convertirse en un hecho normal, aceptado y celebrado incluso por una parte muy considerable de la población.


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