2021, un año fértil
Muchos objetos, de manera inquietante, han alcanzado estos meses una ‘médiumnidad’ que me retrotrae a la infancia. El último, el ‘Calendari dels pagesos’
El tramo de anaquel que le hago recorrer es corto: de los dos tomos de una historia de la literatura española a otros tantos de cien escritores universales. Y ahí llegados, compruebo que la matrícula camuflada gire correctamente, las ametralladoras asomen, el techo se abra a la vez que el muñequito del copiloto con la pistola salga volando y la pantalla de acero cubra la luneta trasera tras apretar el tubo de escape. Sí, la reproducción del Aston Martin DB5 de James Bond que me regaló mi abuela hace justo medio siglo aún aguanta. No sé desde y cada cuándo lo compruebo, pero no fue hasta la sem...
El tramo de anaquel que le hago recorrer es corto: de los dos tomos de una historia de la literatura española a otros tantos de cien escritores universales. Y ahí llegados, compruebo que la matrícula camuflada gire correctamente, las ametralladoras asomen, el techo se abra a la vez que el muñequito del copiloto con la pistola salga volando y la pantalla de acero cubra la luneta trasera tras apretar el tubo de escape. Sí, la reproducción del Aston Martin DB5 de James Bond que me regaló mi abuela hace justo medio siglo aún aguanta. No sé desde y cada cuándo lo compruebo, pero no fue hasta la semana pasada que me percaté del fondo ritual de un gesto que siempre creí azaroso: acudo a él, pienso ahora, cuando me siento deprimido, quizá ansioso, incómodo hace rato con estos tiempos que se desconfinan por estas latitudes a un ritmo anteayer de 79 muertos y con indicios mutantes de la covid-19; debe ser el cochecito el equivalente de la mantita que arrastra Linus, el amiguito de Carlitos y de Snoopy, con la que mitiga sus sentimientos de inseguridad.
Tiene aquel trayecto otra consecuencia inmediata: como si fuera un médium, me transporta a episodios de la infancia (nunca los mismos) con una vivez de detalles escalofriante. El problema añadido es que últimamente la médiumnidad ha mutado también y alcanza, de manera inquietante, a muchos objetos, cualesquiera ya: una silla de madera de los vecinos de la terraza de abajo, idénticas a las del minúsculo habitáculo que nos alojó de niño 14 veranos en el Alt Penedès; una vieja estilográfica en un escaparate que, tres generaciones de mujeres de mi familia después, obra en mi poder; un anuncio prenavideño de perfumes con el que bromeaba mi padre cuando aún la tele y la cena de Nochebuena congregaban a toda la familia; unas natillas del súper que entonces sólo podían comprarse a principios de mes y no siempre… Nunca antes las cosas tuvieron ese poder.
El último objeto-médium ha sido la portada del Calendari dels pagesos, que celebra 160 años de vida. Me llegó la edición de 2021 y fue sacarlo del sobre y ya no recuerdo nada más que verlo pegado en la pared de la cocina de la bodega que mi familia regentaba en los años 60, donde mi tía-abuela está matando un conejo que sostiene por las patas traseras cabeza abajo, moviéndose espasmódico; luego la pica de mármol gris toda roja y un grito unido a un tirón de mi abuela, arrancándome de la escena…
Ojeando la revista, de ahí salto a las torrijas de Santa Teresa que tomábamos por esa época en casa como gran festín, cuando no era más que una fórmula para aprovechar el pan sobrante, algo que nunca percibimos así; el matriarcado que regentaba la vida familiar las untaba con leche hervida con pieles de limón y ramas de canela, si bien en vez de leche los monjes de la calle del Carme de Barcelona, más ricos y listos, las sumergían en malvasía de Sitges. También veo el romero junto al huevo frito, para mitigar el efecto de sus grasas (“Oli de romaní fregit, remei beneït”), o ramilletes de esa planta de virtudes apretujados en una bolsa tras la puerta de la cocina o en alguna maceta de la terraza (“Si cremem romaní, el verí farem fugir”)…, quizá porque los mayores igual creían en sus poderes afrodisíacos si uno se masajeaba el cuerpo con su aceite (“Colònia d’espigol, sàlvia i romaní, al marit fa reeixir”).
Nunca se cortaba o plantaba nada en las jardineras del patio que no fuera en la época; por ejemplo, no se hacían esquejes de geranios hasta mediados de febrero; y bien temprano por la mañana, cuando el desayuno, se sabía ya a qué hora habían salido y se pondrían sol y luna, siempre tras haberse repasado primero el santoral del día; y a la hora de comer era comentario frecuente recordar nítidamente qué días eran las fiestas mayores de los pueblos de donde provenían las dos ramas familiares: Tarragona y Lleida por un lado y Girona, ríos que fueron a cruzarse en el océano de Barcelona.
Quizá, sin darse cuenta, uno intenta acompasar el ritmo del verdadero cosmos exterior con el de su interior.
Todo eso ha convocado el Calendari dels pagesos, que nutre de esas informaciones (calendario de prácticas agrícolas, de frutas y verduras de temporada, de festejos, el día a día con santoral y horas astrológicas…) desde 1861, cuando lo lanzó por vez primera la librería e imprenta Casa Llorens, que estaba al lado del actual mercado de Santa Caterina de Barcelona. Ilustrado desde1927 por Ricard Opisso, siempre en catalán (excepto entre 1941 y 1975), con mínimos e inteligentes retoques de modernidad (consejos para un huerto urbano; el neoruralismo; la labor ecológica de recuperación de semillas autóctonas de la cooperativa Les Refardes…) sobrevive (45.000 ejemplares, la publicación más antigua editada ininterrumpidamente en Cataluña) en nuestros irreverentes días de la mano de los hermanos Joan y Jaume Tomàs, tras 39 años de labor de su padre Estanislau (1975-2014). Un mundo fascinante en el que he invertido dos horas hojeándola; ella misma da, en uno de sus textos, la clave: “El Calendari dels pagesos nos retorna a los tiempos donde todo avanzaba a otro ritmo, al que marcan los ciclos de la naturaleza, invitándonos a una lectura tranquila”.
Hogar de urbanitas nostálgicos de la cultura del mundo rural, la publicación corría siempre por los mármoles de la cocina de casa, colgaba de la pared de la despensa o hasta reflotaba periódicamente de entre los diarios viejos del comedor, ancla sentimental de mis mayores con su mundo. Desde 1874 ha sido publicación fácil de reconocer: en la portada luce, inexorablemente, una rueda perpetua ideada en el XVII por el fraile Domènec Varni y publicada por Miquel Agustí, prior del templo de Perpiñán, en el Llibre dels secrets d’agricultura, casa rústica i pastoril (1617). En ella se indican astros, signos zodiacales y cómo saber si los años serán fértiles, muy fértiles, estériles o muy estériles.
En la página 48 de la edición especial de este año se reproduce la rueda original. No pude resistir conocer qué nos deparará el 2021. Empecé a contar casillas por la derecha desde el 2000. Este año, efectivamente, estaba marcado como estéril. Fidedigno. Una casilla más, pues: el que viene será… fértil. Y he obviado, por unos segundos, que se refiere al cultivo. De nuevo, como con el cochecito de Bond, intentado acompasar el ritmo del verdadero cosmos exterior con el de mi interior.