“Equivocao”, pero aforado
Está claro que una Constitución democrática no debería amparar actos ilegales del monarca ajenos a su función como jefe de Estado, pertenecientes a su vida privada, patrimonial o íntima
Se contaba, como chiste, que el 23-F, cuando el tejerazo, el Rey le dijo a Pujol “tranquil, Jordi, tranquil, son de la Guardia Civil”. Ambos esperaban que, tras ese susto, disfrutarían tranquila e indefinidamente de sus respectivas privilegiadas situaciones, uno blindado con su omertà y otro con un halo de nebuloso silencio reverencial. Y así ha sido casi toda su vida, hasta que, ya en la vejez, han tenido que replegarse musitando unas peculiares confesiones tácticas carentes de arrepentimiento, imprecisas e increíbles.
Desde una perspectiva democrática, el p...
Se contaba, como chiste, que el 23-F, cuando el tejerazo, el Rey le dijo a Pujol “tranquil, Jordi, tranquil, son de la Guardia Civil”. Ambos esperaban que, tras ese susto, disfrutarían tranquila e indefinidamente de sus respectivas privilegiadas situaciones, uno blindado con su omertà y otro con un halo de nebuloso silencio reverencial. Y así ha sido casi toda su vida, hasta que, ya en la vejez, han tenido que replegarse musitando unas peculiares confesiones tácticas carentes de arrepentimiento, imprecisas e increíbles.
Desde una perspectiva democrática, el poder indefinido, clientelar o dinástico, es malsano e inconveniente. Abre la puerta a excesos, arbitrariedades e irregularidades. Genera en quienes lo disfrutan un estado de soberbia e irrealidad, y la convicción de ser impunes para siempre, menospreciando los flecos, los perjuicios, las huellas que, con sus presuntos desafueros, se van dejando a la espalda. El rey Juan Carlos siempre tuvo esa convicción, disfrutó de ese estado, porque la Constitución dice que la persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad. Los actos del Rey serán siempre refrendados por el presidente del Gobierno y, en su caso, por los ministros correspondientes. Y añade que de los actos del Rey serán responsables las personas que los refrenden. Está claro que una Constitución democrática no debería amparar actos ilegales del monarca ajenos a su función como jefe de Estado, pertenecientes a su vida privada, patrimonial o íntima. Pero no es así. Estos actos privados, aunque sean ilegales, están, en todo caso, amparados por el privilegio de la inviolabilidad constitucional. Es un retazo de la historia medieval que hemos heredado.
Así volvió a España la institución monárquica, como parte inevitable del paquete de la Transición, pese a las justificadas suspicacias que provocaba la anacrónica institución, y especialmente la dinastía histórica. Por eso fue aceptado el rey Juan Carlos, aunque también ayudó su apariencia de excelente representante de la nueva España democrática, joven, alto, rubio, políglota y campechano, aunque sus dotes oratorias nunca fueron sobresalientes. Hubo demócratas que se sintieron republicanos, pero juancarlistas.
Nadie sospechaba del joven Borbón que había de rodearse de amistades poco recomendables, implicadas en operaciones financieras sospechosas o irregulares. Pese a la eficacia del nebuloso silencio reverencial, fueron surgiendo rumores de comportamientos impropios de un monarca, al margen de otros de su vida íntima que, como tales, no procede comentar. Todo ello acabo en el famoso “lo siento mucho, me he equivocao, no volverá a ocurrir” en abril del 2012, y su renuncia y abdicación el 19 de junio, dos años después.
Empieza un proceso célebre histórico, que podría conducir a un juicio oral sin precedentes
Con la abdicación se produjo una situación hasta entonces no prevista. El exrey estaba en peligro. Había dejado de ser inviolable, ya no había ministros que refrendasen sus actos. Era un ciudadano más, sin privilegios ni fueros. Podía ser acusado o demandado ante un juzgado ordinario, como cualquier otro ciudadano, por los actos presuntamente irregulares que realizara desde el 19 de junio de 2014. Esas hipotéticas demandas civiles o acusaciones penales podrían alcanzar a la parte de los negocios, comisiones, operaciones financieras presuntamente irregulares que, tras la abdicación, hubiera seguido practicando o hubiera iniciado. Y, por lo que después hemos sabido, no era un peligro teórico.
Por eso la máquina legislativa acudió con urgencia a su auxilio. Se tramitaba en el Congreso una ley de racionalización del sector público con alguna referencia al sector judicial. Los grupos parlamentarios habían presentado sus enmiendas. El PP, con UPN y Foro Asturias, presentaron sorpresivamente una enmienda que no tenía nada que ver con la ley debatida. La enmienda consistía en otorgar al rey abdicado un fuero civil y penal, o sea, que solo podría ser enjuiciado ante el Tribunal Supremo. La indignación de los grupos parlamentarios de la oposición, sorprendidos por la tramposa artimaña gubernamental, fue tan intensa y airada como inútil. Perdieron la votación. En 20 días, el Gobierno del PP había confeccionado para el exrey un fuero privilegiado que necesitaba urgentemente.
Ahora, con el proceso ante el Supremo por los presuntos negocios del tren de la Meca, reviven los flecos y huellas de aquel uso desmedido de la impunidad que se consideraba indefinida. Empieza un proceso célebre histórico, que podría conducir a un juicio oral de trascendencia sin precedentes. Pero el juicio de la opinión pública no se detendrá en el AVE del desierto. Los antiguos rumores que luego fueron noticias escandalosas, las aventuras cinegéticas y financieras, todo aquello en que se había equivocao, estallará en un juicio paralelo que expresará un reproche moral necesario, reciente e histórico, severo e inevitable.