“Hay que venir pronto, si no ya no queda nada”
Las 250 comidas que la parroquia de Santa Anna reparte al día no llegan para todos los que piden ayuda en esta iglesia
Con el pico de la pandemia superado y la reactivación progresiva de la economía, no hay atisbo de recuperación para muchas personas que se han quedado sin ingresos a causa de esta crisis. En la parroquia de Santa Anna, en el centro de Barcelona, siguen llegando cada día personas que por primera vez necesitan ayuda para comer. Aquí reciben lotes para desayunar, comer y cenar, pero los recursos de los que disponen no siemp...
Con el pico de la pandemia superado y la reactivación progresiva de la economía, no hay atisbo de recuperación para muchas personas que se han quedado sin ingresos a causa de esta crisis. En la parroquia de Santa Anna, en el centro de Barcelona, siguen llegando cada día personas que por primera vez necesitan ayuda para comer. Aquí reciben lotes para desayunar, comer y cenar, pero los recursos de los que disponen no siempre son suficientes para todos los que esperan. Esta iglesia es conocida por ser un refugio para personas sin hogar y en riesgo de exclusión, a las que habitualmente se les da alimentos, pero a raíz del coronavirus los que recurren a esta ayuda van en aumento. Muchos trabajaban en la economía sumergida, sin contrato, en hoteles, restaurantes o de cuidadores, y el cierre les dejó de un día para otro sin nada.
Cuando aún no son las ocho de la mañana del miércoles, Carmen espera en la fila que se forma en la parte trasera de la parroquia, en la calle Rivadeneyra, donde ha llegado antes de las siete. Detrás de un libro y una mascarilla, va a pasar dos horas largas hasta que empiece el reparto de alimentos a las nueve. “Hay que venir pronto, si no ya no queda nada”, dice, antes de reconocer que es la primera vez que se encuentra en una situación tan precaria. Trabajaba de camarera, sin regularizar, en una sala de fiestas los fines de semana y festivos, pero se quedó sin empleo cuando cerró por el estado de alarma. Sin previo aviso, se quedó sin ingresos. Pudo pasar unas semanas con ahorros, pero desde principios de abril recurre cada día a la parroquia para comer. Vive con su hijo, que tampoco tiene empleo, y se enfrentan a un proceso de desahucio. Está buscando trabajo, pero asegura que con la situación actual es muy difícil, mientras sigue en contacto con el dueño de la sala de fiestas. Cree que cuando vuelva a abrir podría recuperar su puesto, aunque duda que sea pronto.
Con una mochila en la espalda y protegido por la mascarilla, Carlos también hace cola. Ha llegado en tren desde Bigues i Riells (Barcelona), donde hace poco que se ha trasladado porque en la capital ya no podía pagar un alquiler. La pandemia le pilló en una situación adversa. Se había quedado sin trabajo y estaba haciendo un curso de reciclaje de su sector, la automoción, mientras buscaba empleo. Pero con el paro de las empresas su situación ha empeorado. Sin ningún ingreso, cuenta que lo que hace es “subsistir” y pedir que le “aplacen pagos”. No es la primera vez que se encuentra sin nada, cuenta que hace 10 años se quedó en la calle por un problema familiar. Su esperanza es que reabran pronto las oficinas del Servei Públic d’Ocupació de la Generalitat, SOC, para poder seguir su formación y la búsqueda activa de empleo.
En esta situación de emergencia alimentaria, los perfiles de personas que tienen que pedir ayuda se han diversificado. Pedro se quedó sin trabajo a finales de enero, cuando la señora mayor que cuidaba falleció. Seguía atendiendo a algunas personas mayores, a las que sacaba a pasear, pero con el confinamiento se quedó sin estos empleos y cero ingresos. Es la primera vez que tiene que pedir ayuda para comer, reconoce. “No me ha dado vergüenza, no me queda otra y damos gracias que tenemos esto al menos”, dice en referencia a la solidaridad de la parroquia. Por ahora, ha solicitado la renta mínima de garantía.
Lisa es de las más jóvenes de la cola, tiene 19 años. Cuenta que estaba estudiando un curso de administración y finanzas. Con el estado de alarma, su familia, que vive de la hostelería, se ha quedado sin ingresos, y su forma de colaborar es ir cada día a Santa Anna. “Así ahorramos lo que nos costaría la comida”, dice, y los ahorros que tienen los pueden destinar a otros gastos, como pagar el alquiler. Esta es una situación que se repite, la de personas que tienen unos ingresos muy bajos que solo les dan para pagar la habitación o el piso, y comen de la ayuda que reciben en sitios como esta parroquia. Es el caso de Ricardo, que tiene una incapacidad total y recibe una pensión de casi 400 euros. “No me llega para vivir”, admite. No acude siempre a la parroquia porque su discapacidad le ha reducido la movilidad. Solo cuando puede se desplaza desde la Zona Franca donde vive.
“No me da vergüenza, no me queda otra y damos gracias”, dice Pedro
Una hora antes de las nueve, Adrià Padrosa, educador social y coordinador de voluntarios de Santa Anna, dirige a un grupo para que descarguen una furgoneta que llega a la puerta. En esta parroquia, se pueden entregar unos 250 lotes al día gracias a la colaboración de Cáritas, el Ayuntamiento de Barcelona y la empresa de restauración Monvínic, que han unido esfuerzos para atender el aumento de pobreza. Padrosa cuenta que antes del coronavirus atendían a la gente que vive en la calle, pero en pocas semanas la demanda creció con perfiles nuevos de necesitados. Antes atendían a menos de 50 personas al día y ahora a unas 250. “Cada vez llega más gente, muchos vivían de la economía sumergida o de subsistencia y otros están esperando cobrar un ERTE”, explica. Mientras lamenta que “hay mucha gente a la que ya no se puede atender”. Los que llegan a la cola más tarde de las nueve, se marchan sin bolsa.
Los alimentos se entregan por la puerta de atrás
Durante el confinamiento, la parroquia de Santa Anna, situada en la zona más comercial de Barcelona, entregaba la comida por la puerta principal, en la calle también de Santa Anna. Cómo se acumulaba mucha gente, la cola subía por el Portal de l’Àngel, cuando la avenida estaba vacía, sin comercios abiertos. Pero cuando reabrieron, los dueños de los locales se encontraron con una calle llena de obstáculos, entre las obras de rehabilitación que se están haciendo y la cola de personas que acudían a buscar ayuda. Así que por un “acuerdo de convivencia”, la parroquia accedió a ofrecer la entrega por la puerta trasera, en la calle Rivadeneyra, y ahora la cola se extiende por un lateral de plaza Catalunya y se alarga por La Rambla, un recorrido con menos tiendas abiertas. Pero esta no es la única cola que se hace en la ciudad para recibir alimentos. En el Raval, la espera también es larga delante del comedor social de las Misioneras de Teresa de Calcuta, al lado de la parroquia de Sant Agustí.