Los últimos sabios de la cal
Joseíllo de Rosa y Pepe el Loro son las dos únicas personas en la comarca malagueña de la Axarquía que conocen las técnicas de fabricación de este producto con el que tradicionalmente se blanquean casas y cortijos
Son la noche y el día. A un lado, José Torres, conocido como Joseíllo de Rosa por sus vecinos, llega revolucionado. No para de hablar, de hacer bromas, de recordar anécdotas. Al otro, José Rodríguez, al que dicen Pepe el Loro, a pesar de ser tímido, tener la voz suave y no gustarle las cámaras. No tienen nada que ver y, a la vez, lo tienen todo en común. Ambos nacieron en los años cuarenta del siglo pasado en la comarca de la Axarquía, en el este de Málaga y, desde muy jóvenes, trabajaron en la caña de az...
Son la noche y el día. A un lado, José Torres, conocido como Joseíllo de Rosa por sus vecinos, llega revolucionado. No para de hablar, de hacer bromas, de recordar anécdotas. Al otro, José Rodríguez, al que dicen Pepe el Loro, a pesar de ser tímido, tener la voz suave y no gustarle las cámaras. No tienen nada que ver y, a la vez, lo tienen todo en común. Ambos nacieron en los años cuarenta del siglo pasado en la comarca de la Axarquía, en el este de Málaga y, desde muy jóvenes, trabajaron en la caña de azúcar, la obra o la poda de olivos y de árboles subtropicales.
Pero hay otra característica que los hace únicos: son las dos últimas personas de este rincón andaluz que saben fabricar cal de manera artesanal. Son el último eslabón de una estirpe formada por decenas de generaciones que ahora no tiene sucesores. También son los protagonistas de un humilde documental titulado La cal y dirigido por la chilena Rosalind Burns, de 65 años y residente desde hace 16 en esta zona, en la que acabó por casualidad. El objetivo de su trabajo es claro: “Mostrar esa labor tan ancestral para que no se olvide antes de que desaparezca”.
Joseíllo de Rosa nació en 1946 en El Acebuchal, blanca aldea a las afueras de Frigiliana (3.282 habitantes) y desalojada en 1948 por la Guardia Civil, cuyos mandos sospechaban que, desde allí, se ayudaba a los maquis que se escondían en la sierra de Tejada que abriga esta tierra. Pasó por varios cortijos de la zona siguiendo a su padre, conocido como Emilio el Obispo y que trabajaba “para un señorito de Nerja”.
José no sabe leer ni escribir, pero rezuma la sabiduría que da la experiencia. Conoce palmo a palmo su entorno y es capaz de nombrar el centenar de caleras que aún hay repartidas por él, ya en desuso. Con apenas cuatro años veía a su progenitor hacer cal en ellas. Y, cuando murió, él se fue a recoger caña de azúcar, que entonces cubría toda la costa de Motril a Málaga, para sacar adelante a su familia. “Veinticuatro temporadas estuve”, recuerda quien también ejerció de albañil y agricultor. Recogió piñas para extraer los piñones con destino a un vivero, tomilla para empresas que elaboraban fragancias ya desaparecidas y leña para la fábrica de miel de caña que aún existe. Fabricó carbón. También cal. “En los tiempos buenos, hacía hasta nueve caleras al año”.
“Yo llegué a hacer cuatro o cinco anuales, antes todo el mundo la necesitaba”, añade Pepe el Loro, nacido en 1949 en Torrox (19.997 habitantes). Él trabajó en el azúcar y pasó varios años en Caleta de Vélez al cuidado de una plantación de claveles, hoy sustituida por apartamentos y viviendas turísticas. Ha talado todo tipo de árboles y pisado uva para hacer vino durante dos décadas. Sus ratos libres los dedica a la cal. Su calera tiene unas tres varas de ancho por seis de alto. Las trabas burocráticas apenas le dejan usarla, aunque la última vez, el pasado mes de julio, obtuvo unas 800 arrobas de rocas blancas listas para usar. Las varas —que equivalen a 60 centímetros— y las arrobas —11,5 kilos— son aún las referencias con las que estos hombres siguen midiendo y pesando el mundo.
Observar el trabajo que ambos realizan para elaborar de cal es ver una labor que en los pueblos sigue viva y en la ciudad dan por muerta. El primer paso arranca con la recogida de piedras calizas que aquí abundan. “Antes no había problema, ibas con las bestias y ya está. Ahora hay que pedir un montón de permisos y te lo complican todo”, explica Pepe el Loro. “Las rocas más claras son las buenas”, destaca Joseíllo de Rosa.
Son necesarias más de un centenar, que se colocan dentro de la calera, un horno de rocas. Se sitúan una sobre otra en círculo hasta crear una estructura cerrada con una cúpula que se cubre con barro. El hueco interior se llena de leña, que se prende y que debe mantenerse a unos mil grados de temperatura durante varios días. A veces son seis, a veces siete. “Lo sabes cuando miras al interior y ves los huecos entre las piedras encendidos, como en fuego”, dice uno. “Y cuando el barro de arriba está totalmente blanco”, añade el otro. ¿No duermen en todo el proceso? “Nada, a ratos, 15 minutos máximo. Si te despistas y baja la temperatura, se pone todo negro como una chimenea”, explican ambos.
“Ya no hay maestros caleros”
El proceso por el que la roca caliza pierde la mitad de su peso y se convierte en cal es casi mágico. También lo es observar cómo se disuelven, burbujeando, en agua. Basta remover la mezcla para empezar a blanquear. Hasta no hace mucho, todos los vecinos de la Axarquía —como del resto de pueblos blancos de Andalucía o lugares con arquitectura vernácula como Ibiza— encalaban sus casas de manera habitual, pero la pintura plástica le comió el terreno. Hoy, la cal es apena utilizada por las últimas generaciones que se criaron con ella.
“Éramos las mujeres las que blanqueábamos, los hombres estaban en el campo”, recuerda en el documental Socorro Álvarez, de 84 años y vecina de Frigiliana, que cuenta que la cal se dejó de utilizar porque había que encalar cada año y las pinturas modernas duran más, algo con lo que no están de acuerdo los caleros. Otros aún la mantienen viva en paseros —construcciones donde se asolean las uvas para su transformación en pasas— o para evitar plagas en árboles. En pocas viviendas se echan ya manos de cal. “Nuestra casa es muy antigua y está construida con materiales tradicionales, así que nosotros seguimos encalando cada año”, explica Ana Ortiz, de 60 años y vecina de Frigiliana. Subraya las cualidades del material: desinfecta, es antimoho, ecológica y deja respirar los muros.
“Ya no hay apenas maestros caleros. Es algo que se ha transmitido de generación a generación desde el mundo andalusí. Antes, desde el romano. Y así para atrás”, señala el arquitecto Pedro Gurriarán, que conoce bien los materiales tradicionales porque los usa para las restauraciones que realiza con su empresa en recintos como la alcazaba de Almería.
“Es una pena que se pierda un saber así”, añade Rosalind Burns, nacida en Atacama, en el norte de Chile y que, tras pasar por ciudades como Florida o Washington, encontró en Frigiliana su lugar gracias a un taller de pintura y a toparse con personas como las que protagonizan su documental. “Son increíbles”, añade la mujer, que no entiende que apenas nadie preste atención a profesiones como esta y las administraciones solo pongan obstáculos.
“Está todo prohibido porque en los despachos no saben nada del campo y los pueblos. Esto se acabará perdiendo”, clama Pepe el Loro, que necesita un buen puñado de trámites burocráticos cada vez que quiere encender su calera. “La última vez que yo lo hice fue en 2007. Lo he intentado tres veces últimamente y ha sido imposible. Ya me han dicho que nunca más podré quemar en la mía”, se lamenta con emoción Joseíllo de Rosa, para quien la cal es casi el último eslabón que lo une al mundo en el que nació, ya prácticamente desaparecido.