Ajo y agua en Zamora

La feria del ajo zamorana cumple 144 años entre la decadencia de la agricultura y el respeto a una tradición

Dos jóvenes vendedores colocan las ristras de ajos en un carretillo.EMILIO FRAILE

—Muchas gracias.

—Muchos años. Si no, jodido.

El libre mercado se da la mano con la vida entre toneladas de ajos. El dueño de un puesto agradece a un comprador que elija sus ristras entre las miles acumuladas en la calle de las Tres Cruces de Zamora. El demandante declina agradecimientos y ruega s...

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—Muchas gracias.

—Muchos años. Si no, jodido.

El libre mercado se da la mano con la vida entre toneladas de ajos. El dueño de un puesto agradece a un comprador que elija sus ristras entre las miles acumuladas en la calle de las Tres Cruces de Zamora. El demandante declina agradecimientos y ruega seguir envejeciendo, para lo cual dicen que los ajos tienen magníficas propiedades, y volver como cada San Pedro a por dientes y cabezas para sazonar guisos y recetas. La escena se repite por los 85 puestos del centro zamorano donde, con algunas cebollas infiltradas, el ajo atrae desde 1889 a miles de personas buscando llenar la despensa. La decadencia agraria reduce las cantidades respecto a épocas de gloria, pero la clientela aguanta fiel a la tradición entre agua y sombreros, que el calor aprieta.

El sol atizaba los toldos y caldea el producto estrella del 28 y 29 de junio en la localidad castillo leonesa. El aroma escandalizaría a Victoria Beckham, pero mecía a una vendedora, adormilada a la sombra sobre una silla de playa anclada sobre el asfalto. La zona se abarrotaba ambos días de locales y foráneos, con visitantes tanto de la provincia como de Portugal para hacer acopio.

El público cargaba bolsas o empujaba pesados carritos y ancianos menudos izaban kilos y kilos como si nada, minucias al lado de toda una vida en el campo. Los veteranos compradores analizaban las ristras, escrutaban la gama cromática que parte del blanco al morado y comentaban la procedencia del material: La Bóveda de Toro, Sanzoles, Guarrate o Jambrina son solo algunas de las 28 localidades productoras del ajo dispensado. “¡Que vienen los vampiros!”, exclamaba un señor mayor cargado de este talismán contra los chupasangres o para el chicharro a la plancha.

Vendedores y clientes en la feria del ajo de Zamora.Emilio Fraile

La edad media de Tres Cruces convertía a Felisa Tejeda, de 43 años, en una de las más noveles comerciantes. “Traemos 800 kilos desde Fuentesaúco, los trenzan mis padres y yo los ayudo con la venta porque los jóvenes no sabemos hacerlo”, explicaba esta trabajadora de un laboratorio farmacéutico metida por un día al sector primario. Cada ristra rondaba el kilo y medio y costaba desde los cuatro a los 10 euros, aunque algún puesto tiraba los precios y presentaba la competencia desleal al sector del ajo. Este 2023 contaba con 85 puestos y Caja Rural, organizadora de la feria, estimaba que habría unos 300.000 kilos en venta. Antaño superaban los 400 tenderetes y un millón de kilos.

Algunos agricultores se despertaron a las cuatro de la mañana, tras semanas atándolos y mimándolos, para colocar la mercancía y canturrear sus propiedades y precios para seducir al paseante. Las riñoneras y los bolsillos se abrían frenéticos y asomaban fajos de billetes y tintineantes monedas que, confiaban, superaran los gastos en fertilizantes, labranza, gasolina o cuidados. Antes las ristras se trenzaban entre vecinos del pueblo a cambio de algún favor o pago en especie; ahora esos saberes se han olvidado y quienes los dominan cobran por su sapiencia. A más gastos, más muestras del deterioro rural y cómo la despoblación ha entrado hasta la cocina.

Los presentes a ambos lados del puesto evocaban nostálgicos cuando desbordaban esta calle y otras cercanas, aunque había trampa: entonces no hacía falta licencia y un mismo productor podía ocupar varios puestos. Muchos agricultores jubilados aprovechaban para complementar su pensión vendiendo estos bulbos comestibles. Ahora se exigen permisos y el alta de autónomo.

El puesto 59 junta al comprador Pedro Blanco, de 92 años, con el comerciante Leoncio Quintos (73 años), de Fuentelapeña. El veterano adquiriente atribuye su longevidad “a que los ajos dan la vida” y porta unos 10 kilos “para todo el año”. Antes arramplaba para regalar a sus familiares, pero ahora opta por el autoconsumo y regala inconscientemente una rima: “El filete o la ensalada sin un ajo no dice nada”.

Quintos ha cosechado dos toneladas y recuerda que ese mismo producto “en el súper está carísimo” e insta a aprovisionarse. “Los jóvenes ya no quieren el campo, tiene mucho trabajo y el ajo lo preparamos desde septiembre”, suspira casi en julio recordando los tiempos de bonanza. “Esto se acaba”, se lamenta.

Zamora. Un joven vendedor retuerce una ristra de ajos para meterla en la bolsa.Emilio Fraile

Verónica Peña, de 25 años y quizá la menos añeja entre los puestos, vive de la agricultura contra la tendencia en su generación. “Ojalá los jóvenes se animen más porque se está perdiendo”, cavila. Las manos de sus familiares reflejan la exigencia de esta planta, con dedos fuertes, callosos y ajados al enredar las ristras, 2.000 recolectadas en Coreses. Por este y otros tenderetes pasea la comitiva vasca de Begoña Barrutia y su madre, Natividad de la Iglesia, migrante zamorana a Bilbao y molesta, a sus 92 años, de que la prensa entretenga a su hija mientras tienta los mejores ajos: “¡Deja de hablar y atiende!”. Bartutia revisa una lista con nombres que van desde Gorka e Itsaso a Argimiro, encargos que les hacen desenfundar los billetes para acabar pidiéndole al vendedor que llene un carretillo y traslade el botín al coche.

Los ajos dan plan familiar a José y Noelia Canas, de 64 y 31 años. Ambos acarrean bolsas desbordantes y cargan contra quienes pululan por los puestos e intentan regatear a los productores. “Tenemos que agradecérselo, sabemos el trabajo que tienen y traerlos hasta aquí”, expone el zamorano. “Hay que fomentar lo local”, remachan, antes de dejar atrás el intenso olor a una tradición en riesgo.

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