Los habitantes de los asentamientos de migrantes en Níjar: “Cada día sufrimos más que el anterior”
Unas 3.000 personas malviven en campamentos chabolistas en este municipio de Almería, donde el Ayuntamiento ha ordenado derribar uno de los más poblados
Mohamed, marroquí de 21 años, no para de subir vídeos a TikTok. Ambienta con música árabe las imágenes de dos máquinas excavadoras que recogen escombros. Son los restos del que era su hogar hasta hace unos días, el asentamiento Walili. Este poblado chabolista fue derribado el lunes por el Ayuntamiento de ...
Mohamed, marroquí de 21 años, no para de subir vídeos a TikTok. Ambienta con música árabe las imágenes de dos máquinas excavadoras que recogen escombros. Son los restos del que era su hogar hasta hace unos días, el asentamiento Walili. Este poblado chabolista fue derribado el lunes por el Ayuntamiento de Níjar (Almería, 26.126 habitantes) con el apoyo de una orden judicial y un gran dispositivo policial. La mayoría de sus 500 vecinos se quedaron sin techo. Y, como él, se han mudado al medio centenar de campamentos similares existentes en la comarca, donde malviven unas 3.000 personas. “La vida es difícil, pero no hay papeles, no hay vivienda. No tenemos otra opción”, afirma Mohamed, que trabaja en un invernadero sin contrato por cinco euros la hora.
Walili era un barrio desordenado, sin agua potable y con decenas de rudimentarios enganches a la red eléctrica. Su pequeña mezquita, sus casas fabricadas con desechos de la agricultura intensiva y la basura de los alrededores son hoy escombros que han llenado más de 200 camiones durante esta semana. Las malas condiciones del lugar han servido de argumento para su derribo, aunque son las mismas que en todos los poblados cercanos que siguen en pie. Las organizaciones sociales creen que ha sido el primero en caer por su cercanía a la carretera a cabo de Gata y daba mala imagen para el turismo y los empresarios. El Ayuntamiento de Níjar sostiene que se ha desalojado por inseguridad. “Corría grave riesgo la vida de las personas”, dijo el viernes la alcaldesa, Esperanza Pérez (PSOE), en el pleno municipal, donde puso la actuación municipal como modelo para toda España. Mientras hablaba, la plataforma Derecho a Techo lanzaba un duro comunicado en su contra por el derribo, dicen, ejecutado sin alternativas residenciales para quienes tenían allí un techo. Creen que es una medida “electoralista”. Los socialistas ganaron en las últimas municipales en Níjar; en las generales y las autonómicas arrasaron Vox y el PP.
Invisibles entre invernaderos, quedan aún muchos barrios desordenados que contrastan con las localidades de calles rectas y casas de ladrillo levantadas en los años sesenta por el Instituto Nacional de Colonización franquista. La producción de hortalizas se disparó tres décadas después bajo plástico. Las empresas crecieron e hizo falta mano de obra, que en su mayoría llegó de África. Nadie reparó en que tendrían que vivir en algún sitio, y muchos trabajadores migrantes acabaron en el centenar de poblados de chabolas que hay en Almería, la mayoría nacidos entre el 2000 y 2005, según recoge un estudio de la Fundación Cepaim. Hoy el chabolismo rural es un problema crónico —aquí y en otras zonas como Huelva— al que las administraciones no han dado solución real culpándose unas a otras.
El mar de plástico hace agua con numerosas grietas por las que se escapan los derechos humanos. “¡Al campo con derechos! Tu jefe no es tu dueño”, se puede leer en una pared del polígono industrial de la barriada Los Grillos, a ocho kilómetros de Walili. Allí se ubica la nave industrial donde Níjar ha habilitado un centro de emergencia para los desalojados. Apenas una treintena se quedaron a dormir. Uno de ellos es Hakim, nacido en Larache y que cumplió 26 años el miércoles. Pide cambiar su nombre para que su madre no le reconozca. “Ella cree que estoy bien”, explica. Ha perdido su empleo porque ahora no puede desplazarse al invernadero en el que trabajaba. Antes iba en bici, ahora queda muy lejos. “Los jefes no vienen a recogerte, no van a gastar gasolina”, señala. “Y si no vas dos días, encuentran a otro y tú te quedas fuera”, añade. En situación administrativa irregular, no tiene contrato y cobra “con suerte” 40 euros al día. “La vida es muy difícil. Aguantamos todo para conseguir papales”, sostiene su amigo Nordin, de 32 años.
Como ellos, cada día, muchos migrantes acuden en la oscuridad de la madrugada a las rotondas de las carreteras a la espera de que alguien los necesite. Otros se desplazan de finca en finca en bicicleta o patinete en busca de un jornal. En Níjar trabajan unas 30.000 personas en la agricultura, la mayoría inmigrantes regularizados. Pero hay otros muchos que no. “Hacemos todo lo que se puede para trabajar y ayudar a que esta zona de Andalucía salga adelante, pero luego nadie nos ayuda con nuestros derechos”, relata Nora, marroquí de 28 años mientras sirve un té de bienvenida en su chabola del asentamiento de Atochares. Allí viven unas 700 personas de Senegal, Ghana, Marruecos y Argelia. Es un espacio con calles de barro, suciedad por todas partes y delgados cables eléctricos que cruzan charcos insalubres. El interior de la vivienda de Nora, sin embargo, rezuma dignidad. Hay tres minúsculas habitaciones, alfombras, un viejo sofá y una antigua televisión de tubo. Cuenta que vive con miedo al fuego porque ha visto arder el campamento dos veces en cuatro años. “Cada día sufrimos más que el anterior”, afirma quien ha trabajado de limpiadora, camarera o cuidadora de personas mayores. También en los invernaderos. Siempre sin contrato.
A Nora la conocen casi todos sus vecinos como Azzedine. Tras estudiar fotografía y pasar cinco años como soldado en el Sáhara, lleva seis meses en Atochares: “Vine para encontrar una vida mejor, pero es muy difícil sin papeles”, sostiene. Su relato tiene pasajes comunes con los que escuchan a diario David Coca y Antonio Verdejo, miembros del Equipo de Atención al Inmigrante (Edati) de la Guardia Civil, mientras recorren los poblados de la provincia almeriense. “Les hacemos ver que sus derechos existen”, afirma Verdejo mientras visita el asentamiento ubicado junto al cortijo El Uno, en San Isidro. Los agentes consideran “incuestionable” que para estas personas es muy difícil un trámite tan sencillo como empadronarse, deber y derecho de cada ciudadano.
Este sería un primer paso para la regularización, pero ayuntamientos como el de Níjar lo niegan a pesar de las indicaciones del Gobierno. “El padrón debe reflejar el domicilio donde realmente vive cada vecino del municipio” más allá de la titularidad de la vivienda o sus circunstancias, según las instrucciones publicadas en primavera de 2020. Por eso, las infraviviendas “pueden y deben figurar como domicilios válidos”, según refleja el texto. “No nos dejan porque nos dicen que no tenemos dirección”, señala Abdul, que vive en un cortijo semiderruido a las afueras de Pueblo Blanco. Como él, otros compatriotas aseguran que su única alternativa es el mercado negro. Hay propietarios que permiten a los migrantes empadronarse en sus pisos a cambio de entre 600 y 1.000 euros. Más caros están los contratos de trabajo, también básicos para arreglar su situación administrativa. Hay agricultores que lo ofrecen a cambio de 5.000 y 8.000 euros. La patronal asegura que necesita esta mano de obra, pero que no pueden contratar “a quien no tenga papeles”.
Los datos son fiel reflejo de las historias de explotación laboral narradas en los asentamientos. Patronal, asociaciones y administraciones están de acuerdo en la necesidad de erradicar estos espacios, “pero siempre que haya alternativa”. “Su existencia es la consecuencia de la mala gestión de una necesidad a la que nunca se ha dado respuesta: la vivienda”, explica Juan Miralles, director de Almería Acoge. Apenas se han construido pisos en los últimos 20 o 30 años en la comarca. La Junta de Andalucía y el Gobierno han impulsado la construcción de apenas 62 viviendas —previstas para verano— ubicadas junto al centro de emergencia, pero están lejos de cualquier población y sin servicios y el ayuntamiento sostiene que tiene varias casas en propiedad que pondrá a disposición de los migrantes, aunque no dice cuántas. “La única solución es que se pongan de acuerdo todos para levantar un gran parque público de vivienda”, concluye el activista Ricardo Pérez, de 26 años, uno de los muchos que intentaron detener, sin éxito, el derribo de Walili. Era el hogar del joven Mohammed que, tras guardar el móvil repleto de fotos, se despide antes de dirigirse a su nueva chabola en Barranquete, asentamiento cercano donde no hay ni electricidad. “Es la única opción”, asume el chaval.