¿Consentimiento o credibilidad?
No se puede establecer que nadie, absolutamente nadie, sea sistemáticamente creíble, salvo que queramos retroceder a normas probatorias de la Baja Edad Media
Dura ya semanas el debate en torno a los errores evidentes de la reforma del delito de agresión sexual. Se avizora una nueva reforma para tratar de minimizar esos daños de cara al futuro, sin reparar tal vez en dos puntos principales. El primero es que no por disponer de penas más duras, dejan de cometerse estos delitos. Lo que tiene que mejorar es el acompañamiento y resarcimiento de las víctimas, así como los program...
Dura ya semanas el debate en torno a los errores evidentes de la reforma del delito de agresión sexual. Se avizora una nueva reforma para tratar de minimizar esos daños de cara al futuro, sin reparar tal vez en dos puntos principales. El primero es que no por disponer de penas más duras, dejan de cometerse estos delitos. Lo que tiene que mejorar es el acompañamiento y resarcimiento de las víctimas, así como los programas de reinserción de este tipo de reos que, se diga lo que se diga, ya poseen estadísticamente un éxito más que notable. Conviene no utilizar un asunto tan sensible para hacer demagogia buscando simplemente réditos políticos.
El segundo punto es que en las últimas semanas, meses incluso, se está centrando sobre todo el debate en lo capital que es el asunto del consentimiento en estos delitos. La verdad es que sorprende esta afirmación para cualquier jurista mínimamente informado, dado que el consentimiento siempre estuvo en el centro de la regulación. No me corresponde explicarlo a mí, sino a los penalistas que ya se han pronunciado sobre el tema y a cuyas palabras me remito.
Lo que sí me corresponde tratar como procesalista es el problema probatorio en estos delitos. Da la sensación de que cuando se habla de “consentimiento”, en realidad se está aludiendo a la credibilidad de quien afirma ser víctima. Nadie ha dicho expresamente que dicha credibilidad deba ser automática, puesto que de ser así, serían innecesarios los procesos judiciales. Pero no obstante, sí se ha oído varias veces que cuando alguien denuncia un hecho semejante, lo que dice tiene que ser cierto porque de lo contrario no denunciaría. Ojalá la buena fe estuviera tan extendida entre la población, en este y en otros muchos casos, pero no puede considerarse así.
Como ha sugerido varias veces Perfecto Andrés Ibáñez, antiguo magistrado del Tribunal Supremo, en un proceso judicial los hechos no deben creerse, sino probarse, que es muy diferente. No hay que confundir la convicción probatoria con la fe. Además, la clave de bóveda del proceso penal es la presunción de inocencia, que permite preservar a la vez el derecho de defensa del reo y la imparcialidad judicial, y a la postre la corrección del enjuiciamiento.
Y ello significa que no se puede establecer que nadie, absolutamente nadie, sea sistemáticamente creíble, salvo que queramos retroceder a normas probatorias de la Baja Edad Media que, efectivamente, sí establecían que el juramento de un litigante —este es el caso—, o la declaración coincidente de dos testigos, constituían lo que en un evidente exceso verbal se llamó entonces “prueba plena”. No se podía dudar de ello. Además, ese antiguo sistema de valoración legal o tasada —así se llamaba—, se completaba con normas que disponían la ausencia de credibilidad sistemática de algunos sujetos, cuyo elenco ahora mismo produciría estupor por ser una pura discriminación prejuiciosa propia del siglo XIII. Si tienen curiosidad, consulten el título 16 de la Partida Tercera. Está disponible en Google Books.
En el actual proceso judicial, los hechos deben ser probados. Y ello significa que debe aportarse a los jueces datos que les permitan establecer racionalmente su convicción de manera certera, de forma que su motivación convenza a cualquier observador razonable e informado. Es imposible establecer a priori cuáles deben ser esos datos, porque confiamos —ese es el sistema vigente— en la libre valoración del juez, sustentada obligatoriamente en la referida racionalidad. De ese modo, unas veces será la violencia o intimidación empleadas por el agresor. Otras, los dictámenes médicos de lesiones físicas. En otras ocasiones, la existencia de vestigios biológicos compatibles con una agresión sexual violenta. A veces, la declaración de testigos de los hechos, vídeos, mensajes de texto, localizaciones de los teléfonos móviles y, con alguna frecuencia, los dictámenes psicológicos sobre el perfil de personalidad de los implicados.
En realidad y en puridad estrictamente científica, la declaración de la víctima, o del reo, son las que precisamente aportan información más precaria y cuestionable por una infinidad de razones de muchísimo peso que explica muy bien la psicología del testimonio, y que sería extenso detallar aquí. Quien afirma ser víctima es una fuente de prueba valiosa, pero sus declaraciones no son, ni mucho menos, el único dato a considerar. Es, insisto, el dato que precisamente posee técnicamente una valoración, con enorme diferencia, más dificultosa.
Por ello, la clave principal en estos casos no es la credibilidad de la víctima, ni mucho menos. No podemos hacer descansar todo el peso del enjuiciamiento en el interrogatorio de una persona que bastantes desastres puede haber sufrido ya. En realidad, se desaconseja internacionalmente la repetición de ese interrogatorio, porque poco o nada aporta y solo sirve para revictimizarla, es decir, para torturarla.
En consecuencia, preparemos a los jueces para valorar debidamente toda la prueba. Su convicción no puede ser intuitiva, sino científicamente intachable. La convicción judicial no es un pálpito o una corazonada; es una muy compleja labor epistémica.