Terranova, la tumba del Atlántico

La ciudad canadiense, antaño conocida por su flota pesquera, ha reconvertido su economía a la generación de servicios a las plataformas petrolíferas

El pesquero español 'Playa Menduiña II' a su llegada al puerto de San Juan de Terranova, este sábado.PAUL DALY - Europa Press (Europa Press)

En las calles de San Juan de Terranova, una villa fundada a comienzos del siglo XVI por marineros de la localidad guipuzcoana de San Juan de Pasajes (actual Pasaia), sólo el viento tiene derecho de paso. Las ráfagas, huracanadas, son tan violentas que frenan el avance de los viandantes, cuando no los trasladan en volandas unos metros, o derriban a alguien en un cruce muy expuesto. El viento zarandea con saña los semáforos y los mástiles de los pesqueros amarrados en el puerto, mientras las banderas enloquecen en el asta, frenéticas. Si eso sucede en tierra firme, resulta imposible imaginar las...

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En las calles de San Juan de Terranova, una villa fundada a comienzos del siglo XVI por marineros de la localidad guipuzcoana de San Juan de Pasajes (actual Pasaia), sólo el viento tiene derecho de paso. Las ráfagas, huracanadas, son tan violentas que frenan el avance de los viandantes, cuando no los trasladan en volandas unos metros, o derriban a alguien en un cruce muy expuesto. El viento zarandea con saña los semáforos y los mástiles de los pesqueros amarrados en el puerto, mientras las banderas enloquecen en el asta, frenéticas. Si eso sucede en tierra firme, resulta imposible imaginar las circunstancias que rodearon el naufragio y la búsqueda de la tripulación del Villa de Pitanxo, el arrastrero gallego que pescaba fletán y que zozobró en la madrugada del martes en el Gran Banco de Terranova. O sí se puede imaginar, vagamente: algo así como el infierno surgido del hielo.

Ver entrar por la bocana del puerto al Playa Menduiña II, el pesquero gallego que este sábado devolvió a tierra a los tres supervivientes y siete de los cadáveres recuperados, permite hacerse una idea de la pequeñez de un barco de dimensiones parecidas al siniestrado: 50 metros de eslora (de proa a popa), un señor barco. Pero en comparación con la inmensidad del entorno, parece una cáscara de nuez flotando, a merced del destino.

De los 24 miembros de la tripulación del Villa de Pitanxo, sólo se han salvado tres. A los nueve cadáveres recuperados durante el rescate, hay que sumar 12 desaparecidos, originarios de Galicia, Perú y Ghana. Sus familiares exigen que se retome la búsqueda, y las autoridades de Canadá han mostrado su voluntad, pero de poco sirve cuando el viento alcanza los 120 kilómetros por hora y el tiempo transcurrido desde el accidente, y la temperatura del agua, permiten albergar muy pocas esperanzas de supervivencia. La diferencia entre recuperar los cuerpos e iniciar el duelo —además de poder cobrar una indemnización o la pensión de viudedad u orfandad— y llorar a un desaparecido no es sólo una cuestión de incertidumbre, sino de dolor sobreañadido.

“Que nadie piense que Canadá pone trabas u obstáculos, porque son los trámites habituales. La burocracia es esencialmente garantista, pero en este país está regulado todo, hasta el límite de capturas por especie y por pescador en la modalidad de pesca deportiva, cuando no hay veda. Está todo reglamentado, es un sistema funcional que puede pecar de exhaustivo, pero funcional al cabo, por eso a los familiares puede parecerles que han tardado mucho”, explica Denis, dueño de un negocio de pesca deportiva. En efecto, sólo cumplimentar los formularios sanitarios a la llegada al país —e incluso al aterrizar en la provincia de Terranova tras un vuelo doméstico— requiere enormes dosis de paciencia: resultan fatigosos hasta el desmayo. Eso también explica que la incidencia de la covid sea mucho más limitada que en EE UU, pese a las insistentes protestas de los camioneros antivacunas. La repatriación de las víctimas del Villa de Pitanxo no iba a ser una excepción a la norma, para desesperación de las familias.

Los estragos de la covid y el duro invierno canadiense han convertido San Juan de Terranova en una ciudad fantasma. Casi no hay peatones, sólo indigentes sentados a la intemperie, con la palma de la mano abierta, implorante, y los estragos del alcohol visibles en el rostro: la provincia de Terranova y Labrador presenta la tasa más alta de consumo excesivo de alcohol del país (casi el 30%, diez puntos más que la media nacional). Decenas de locales comerciales han cerrado y hay incontables carteles de inmuebles en venta. La cercanía de plataformas petrolíferas y la generación de servicios han sustituido como fuente de ingresos el maná tradicional de la pesca, en decadencia progresiva desde los sesenta, e incapaz de competir más tarde con la pesquería industrial, masiva, de países como China, o de Japón en el Mediterráneo.

Por eso San Juan de Terranova, pese a ser la ciudad más poblada de la provincia y la segunda mayor de las regiones del Atlántico canadiense, hiberna como un oso sin madriguera. Una población envejecida —el 20% de los trabajadores superaba los 55 años en 2016; la mayoría de los indigentes los cumplieron hace mucho— y un crecimiento económico positivo, pero bastante a la zaga de otras ciudades de tamaño similar en el país, ofrecen la foto fija, casi congelada, de una ciudad tan próspera (14.500 millones de dólares canadienses de PIB en 2021, unos 10.040 millones de euros) como desdichada, dado el historial de naufragios que atesora. El Titanic se hundió en estas aguas.

“Nuestra riqueza son los recursos naturales. Antes era la pesca, pero el maná del petróleo desplazó el interés de la industria. La pesca está muy sujeta a criterios de sostenibilidad, por eso es imposible competir con flotas más industrializadas, mientras que los yacimientos petrolíferos no”, añade Denis, que reconvirtió el viejo negocio familiar (una pequeña flota pesquera) hacia la modalidad deportiva. En el muelle donde están amarrados los pesqueros de bajura, imposibilitados de faenar por el mal tiempo, la arboladura de los barcos entrechoca como un combate de esgrima por culpa del viento huracanado. Paul Lion, irlandés casado con una canadiense y residente en San Juan desde hace décadas, confirma el declive de la industria pesquera, pero no el de los naufragios. “Las condiciones en invierno son durísimas, cada vez menos gente se dedica a la pesca. Pero los naufragios no cesan, en el último sólo hubo un superviviente de una tripulación de 18 personas”. El bajo porcentaje de inmigración que recibe la isla de Terranova, en comparación con otras zonas del país, no es suficiente para reemplazar a los locales desencantados de la mar. En el puerto de San Juan es mucho más habitual este sábado ver barcos de apoyo de las plataformas petrolíferas —como el Nexus, que participó en el rescate del Villa de Pitanxo y llevó a dos cadáveres a puerto— y cargueros que coloridos pesqueros.

“En Terranova se vive bien, hay una fantástica calidad de vida y los servicios públicos son muy buenos: hay todo lo que puedas desear, de bibliotecas a piscinas o canchas de deporte, universidad, colegios. Es un lugar muy indicado para criar a los hijos, aunque las perspectivas de bienestar se pierden más adelante, por un consumo excesivo del alcohol, por fortuna no generalizado. Y los terranovenses son de lejos los canadienses más acogedores de todos”, dice Paul con un guiño, como sólo un irlandés puede hacerlo: con conocimiento de causa. “Pero la gente joven no quiere sufrir, por eso no se embarcan. O emigran o se van a trabajar a las plataformas”. De esa época añeja, cuando el mar era el medio de vida, quedan esos indigentes con los ojos velados por el alcohol, muchos de ellos viejos lobos de mar, desubicados lejos de las salas de máquinas y los aparejos. Seres a la deriva a merced, como todos, del Atlántico.

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