Joan Subirats, el ‘profe’ transversal que escucha
El nuevo ministro de Universidades es experto en políticas públicas, y en tender puentes con gentes de ideas distintas
Joan Subirats nació en el barrio chino de Barcelona, que ahora llamamos El Raval, hace 70 años. Y no se le notan. Su hogar fue una lechería —antes, vaquería— de la calle del Hospital, cercana al Liceu, el templo barcelonés de la ópera. Esos datos de GPS primitivo denotan la alfa y la omega en la cartofragía personal del nuevo ministro de Universidades.
Por allí, el arraigo popular, el vecindario atrancado en cunetas y espinas que, entr...
Joan Subirats nació en el barrio chino de Barcelona, que ahora llamamos El Raval, hace 70 años. Y no se le notan. Su hogar fue una lechería —antes, vaquería— de la calle del Hospital, cercana al Liceu, el templo barcelonés de la ópera. Esos datos de GPS primitivo denotan la alfa y la omega en la cartofragía personal del nuevo ministro de Universidades.
Por allí, el arraigo popular, el vecindario atrancado en cunetas y espinas que, entre dulzuras y bromas, cuidaban con su nata y amables quesos blancos (¡aquel mató!) don Miquel i donya Antonieta, sus padres, siempre a ras de realidad: esa identidad fabricada en la escucha de las cuitas humildes. Por allá, la pasión de alta cultura, asequible gracias a la infinita curiosidad intelectual. Esos rasgos clave del Subi, del Joan petit, como tantos le conocen.
“Joan petit”: personaje señero y bailón del cancionero popular catalán: Joan, porque sí. Y petit, porque, inversión irónica, su altura sobresalía en las manifas de la resistencia. Ya en los conciertos de Raimon. Ya en las marchas pro “llibertat, amnistia i estatut d’autonomia”, que este ministro viene de<TB>lejos y se sabe todos los trucos.
Subirats anida dos pulsiones simétricas. Y simultáneas. El compromiso cívico, sobre todo con los vulnerables; y la voluntad científica, para explicarse y explicar las cosas, y cómo cambiarlas.
Ingresado en la Universidad al poco de mayo de 1968, se enrola en Bandera Roja, grupo de izquierda radical capitaneado por Jordi Solé Tura —luego padre de la Constitución— y un gran seductor, el urbanista Jordi Borja. “Éramos rojos, entonces era la forma de ser auténticos liberales”, silabea un íntimo. Joan es uno de “los 113″ detenidos de la Assemblea de Catalunya el 28 de octubre de 1973. En la prisión actúa como constructor de puentes por cuenta de Antoni Gutiérrez, el Guti, líder del PSUC —a quien se acerca—, con otras familias de presos.
Siempre los partidos le quedan estrechos. No es de frentismos —jamás insulta—, y se le reconoce, sino de acuerdos. Así, lanza iniciativas de renovación y convergencia de las izquierdas, como la Conferència d’Homes i Dones d’Esquerra, en 1986. Se acerca a la Convención Catalunya Segle XXI, de tono maragallista. Y sintoniza con el Govern tripartito en un grupo asesor del Estatut de 2006.
“Siempre desde el tono amistoso, por carácter y vocación profesional, pues como asesor de gobiernos y alcaldías se roza con todos, escucha y nunca irrita”, subraya su colega el catedrático Joan Botella, presidente de Federalistes d’Esquerres.
Y culmina su trayectoria como referente intelectual de los Comuns de Ada Colau, a quien apoya como teniente de alcalde de Cultura. Y creador de la Bienal de Pensamiento: sus dos sesiones han sido concurridos hitos del debate cruzado democracia/municipalismo/nuevas políticas.
En realidad, el catedrático de Ciencia Política de la Autónoma que fue economista (doctorado con la tesis Control parlamentario de la empresa pública) es un especialista en entrecruzar curiosidad y complicidades. En formular planteamientos transversales. En aunar polos distantes, quizá influido por su antigua admiración hacia il marchesino Enrico Berlinguer, el inspirador del eurocomunismo italiano —otra socialdemocracia de izquierdas— que patrocinó, sin alcanzarlo, el compromesso storico con la democracia cristiana de verdad demócrata.
Esta trayectoria y perfil heterodoxos, sobre todo en tiempos de crispación, extrema polarización y ausencia de modales con que dispensarse a los rivales, no solo nacen de un talante forjado en el mostrador de una lechería al cabo derrotada por los años, y cuyos dueños no se esforzarían hoy en disimular su gozo paterno/maternal. Se afianzan en una reflexión intelectual y docente continuada.
A Subirats, contrariamente a esa legión atraída por las cosas de la política, le seduce la política de las cosas: las políticas públicas. Las que buscan resolver problemas, no crearlos. Las que parten de su lema, popularizado por el añorado Josep Maria Pallàs, según el que casi “todo es provisional y nada es definitivo”. Su libro capital es Análisis de las políticas públicas (1989), que sirvió de pauta al intento de la reforma administrativa de Joaquín Almunia.
Dos decenas de libros más, muchos en colaboración; infinidad de cursos como profesor visitante (en La Sapienza, Berkeley, Nueva York o Argentina); estudios del Institut de Govern i Polítiques Públiques, IGOP —que fundó en 2009—, y su dirección de 51 tesis doctorales sobre gobernanza, vivienda o municipalismo, acreditan su adicción a las pequeñas grandes reformas, locales, sujetas a prueba/evaluación, antes que a una Reforma solitaria. Por un motivo doble: el interés en la eficacia de la acción pública (más que por su retórica) y la necesidad de allegarle apoyo de opinión. De todo eso son testigos sus asiduos lectores en este periódico.