12 años, 2 meses y 5 días en la diana de ETA

La estrategia terrorista de “socializar el sufrimiento” convirtió la vida de muchos ciudadanos en una pesadilla. Patxi Elola, jardinero de Zarautz y concejal socialista, sobrevivió, pero otros fueron asesinados

Patxi Elola, concejal del Partido Socialista de Euskadi (PSE) y jardinero de Zarautz, el martes en la localidad guipuzcoana. foto Javier HernandezJavier Hernández

12 años, 2 meses y 5 días. No es una condena. O sí. Es el tiempo que Patxi Elola (65 años), un jardinero de Zarautz (Gipuzkoa), tuvo que llevar escolta para que ETA no lo matara. ¿Y por qué iba a querer ETA matar a un jardinero de Zarautz? Por el mismo motivo que quería asesinar a Manuel, un calderero en paro de Errenteria; a José María, un empresario de Zumaia; a José Luis, un periodista de Andoain; a Isaías, un cobrador del peaje de Arrasate/Mondragón; o a Manuel, el dueño de una tienda de golosinas en Zumarraga. Todos ellos eran ciudadanos corrientes que trabajaban y vivían en municipios de Gipuzkoa hasta que un día tuvieron la osadía de hacer público su desacuerdo con el proyecto separatista que compartían ETA y la izquierda abertzale. Unos lo hicieron presentándose en las listas municipales de los llamados partidos constitucionalistas —Partido Socialista de Euskadi (PSE) o Partido Popular (PP)—, y otros escribiendo en un periódico, dando clases en una universidad o negándose a pagarle a la banda terrorista el “impuesto revolucionario”.

Habría sido oportuno, ahora que se cumplen 10 años del fin de ETA, llamar a todos ellos para que contaran cómo vivieron aquel tiempo tan duro en la diana de los terroristas, qué tenían que hacer para intentar que no les dieran caza —mirar los bajos del coche, sentarse de frente a la puerta del bar, cambiar continuamente de horarios—, pero no ha sido posible. De todos los citados en el párrafo anterior, solo Patxi, Patxi Elola, de 65 años, jardinero y concejal socialista de Zarautz, ha sobrevivido para contarlo. Todos los demás —Manuel Zamarreño, José María Korta, José Luis López de Lacalle, Isaías Carrasco, Manuel Indiano— fueron asesinados. No son los únicos. El listado de las víctimas de ETA se hace muy largo, pero el número de quienes tuvieron que vivir angustiados por si su coche explotaba o por si le pegaban dos tiros delante de sus hijos es casi interminable.

Patxi Elola , concejal del PSE en el Ayuntamiento de Zarautz, con dos escoltas. Foto : Jesus Uriarte . 23 - 2 - 2004JESÚS URIARTE

Dice Elola: “Vivíamos el temor día y noche, incluso dentro de nuestras casas. Eso es algo que nadie veía, solo nosotros. Yo he estado 12 años, 2 meses y 5 días escoltado. Los días y también las noches. Porque tomaba medidas de seguridad incluso de noche, en mi propia vivienda. Y ni siquiera allí nuestra mente descansaba. La única manera de sentirme libre era cuando me iba de Euskadi, un fin de semana o unos días de vacaciones. Ahora se puede contar: si me iba, por ejemplo, a Logroño, el coche de los escoltas me seguía más allá de Vitoria y luego ya se volvían. Entonces sí que me sentía libre. Podía salir a tomar un café sin protección o pasear con mi hijo pequeño a solas”.

Zarautz es un lugar bonito, pero no el mejor para pasar inadvertido. Patxi Elola trabajaba además a la vista de todos. “Mi trabajo es de jardinero”, explica, “y eso significa estar todo el día en la calle. Yo no tenía un despacho en el que me pudiera refugiar, y por eso debía planificar el día con los escoltas. Ellos salían una hora y media antes y hacían todo el barrido de la zona por donde íbamos a andar, comprobaban las matrículas de los coches que no fueran habituales y supervisaban que no hubiera nada raro. Luego, ya conmigo, cambiábamos continuamente de recorrido, teníamos que evitar lugares donde hubiera una papelera o una bicicleta o una moto aparcada de manera sospechosa. Luego estaban las calles tabú, zonas de Zarautz que intentábamos evitar; y, cuando no había más remedio que cruzarlas, pasábamos verdadero miedo. No lo comentábamos entre nosotros ni con nadie, pero pasábamos miedo. Mucho miedo. Y luego están las jardineras, porque ya sabes qué pasó en Zarautz con las jardineras…”.

El 9 de enero de 2001, los dirigentes del PP vasco —entre los que se encontraban María San Gil y Carlos Iturgaiz— se reunieron en el cementerio de Zarautz para honrar la memoria de José Ignacio Iruretagoyena, un concejal del partido asesinado por la banda terrorista ese día de 1997. Los terroristas colocaron una bomba con más de tres kilos de explosivos y gran cantidad de metralla en unas jardineras situadas junto a una tumba cercana. Ni los escoltas ni la Ertzaintza se percataron del peligro, pero un fallo en el mecanismo de activación a distancia evitó la tragedia. “A partir de entonces”, continúa su relato Patxi Elola, “imagínate cómo tenía que andar en los jardines, con qué precaución, con qué miedo. Y no solo eso… En algún que otro jardín era mal visto por ir con escoltas…”.

Naiara, la hija de Manuel Zamarreño, asesinado en Errentería el 25 de junio de 1998, contó en El Correo cuando se cumplieron 20 años de su muerte: “A mi aita [padre] le gritaban desde los balcones, ¡Zamarreño, estás muerto! Y otras veces llamaban a mi casa y le decían: Te vamos a matar. Mi aita preguntaba: ‘¿Por qué?’. Y entonces colgaban”. Este reportero conoció a Manuel Zamarreño apenas un mes antes de que lo mataran, durante el pleno de condena por el asesinato de su amigo José Luis Caso. En aquellos tiempos, a los plenos de condena por los asesinatos de ETA también acudían los concejales de la izquierda abertzale y sus simpatizantes más radicales, que insultaban a los representantes del PP y PSE mientras el cadáver de uno de los suyos acababa de ser enterrado. Aquel día, Zamarreño estaba nervioso. “José Luis me metió en política”, confió al periodista, “y ahora tengo que sustituirlo”. Menos de un mes después, fue asesinado, un jueves lluvioso, cuando volvía de comprar el pan. Su hija recuerda que su padre llevaba paraguas y que su escolta no. También llevaba paraguas José Luis López de Lacalle cuando lo asesinaron en Andoain, un paraguas granate que se quedó abierto junto a la bolsa con los diarios del domingo. El periodista Lacalle no llevaba guardaespaldas, y tampoco los tenía Isaías Carrasco, que había dejado de ser concejal de Arrasate/Mondragón y había vuelto a su trabajo de cobrador en el peaje de la autopista.

Esa fue durante muchos años la principal barrera democrática contra el fanatismo de ETA: un jardinero de Zarautz, un calderero en paro de Errenteria, el columnista que salía a por los periódicos a cuerpo gentil; Manuel Indiano, vendedor de chuches en Zumarraga... Gente valiente que se reunía de vez en cuando en los entierros de otra gente valiente.

Y, cuando regresaban a sus pueblos, la más absoluta soledad. Elola, al que nada más salir elegido concejal le quemaron el almacén donde guardaba los aperos, cuenta dos cosas que aún se ve que le duelen y que, como él, también sufrieron quienes no pueden ahora contarlo. “Era muy difícil hacer política”, relata, “porque había gente que, a escondidas y en voz baja, te decía: ánimo, estamos con vosotros. Te daban un alegrón, pero públicamente no se te acercaban. En Zarautz teníamos bastantes votos, pero no conocíamos a los votantes”. Y luego estaban los que no se escondían, los simpatizantes de ETA, aquellos que se sabían impunes en el insulto y la delación. “Ahora dirán lo que quieran”, reflexiona, “pero eran los de la izquierda abertzale quienes nos señalaban, los que distribuían pasquines con nuestros nombres, los que pintaron en el suelo mi silueta con la cabeza ensangrentada, los que a mí y a mis escoltas, que durante mucho tiempo fueron agentes de la Guardia Civil, nos escupían en los pies. Era gente del pueblo. Cuando me pusieron la escolta, Joseba Permach [dirigente de HB] se rio en mi cara. Eran ellos los que nos señalaban”.

La profesora de la Universidad del País Vasco Sara Hidalgo García ha estudiado la violencia de persecución que sufrieron desde 1995 muchos ciudadanos por la nueva estrategia de ETA llamada “socialización del sufrimiento”. “Aquella época fue demoledora para muchas personas”, explica, “se les trastocó la vida. En cuanto los veían con escolta les dejaban de hablar, les pedían que no fueran a la sociedad gastronómica porque se convertían en un peligro. Hubo chavales que se contagiaban del miedo de sus padres, y jóvenes que se quedaron sin amigos porque cómo se iban a ir de fiesta con sus escoltas...”.

Todas esas historias sucedieron muy cerca, prácticamente en la puerta de al lado, hace no tanto tiempo. Están escritas aquí, en este y en otros periódicos. Hoy por hoy, la desmemoria, voluntaria o inducida, puede ser cómoda, pero ya no tiene coartada.


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