El discurso del ‘annus horribilis’ de Isabel II

La reina comenzó ese año, días después del incendio del Castillo de Windsor, un largo camino de vuelta hacia la recuperación de la confianza y el cariño de los británicos

Isabel II, durante el discurso del 'annus horribilis', el 24 de noviembre de 1992,Agencia Getty
Londres -

El 24 de noviembre de 1992, la reina no prometió nada concreto a los británicos. No estaba en sus manos. Ni reparar un matrimonio imposible y agrio como fue desde un principio el del Príncipe Carlos con Diana Spencer, ni borrar de la memoria pública las imágenes del financiero tejano, John Bryan, chupando los dedos del pie de una Sarah Ferguson en toples en una playa del sur de Francia. La imagen de la monarquía había tocado fondo, 40 años después del ascenso al Trono de Isabel II. “1992 no es un año que recordaré...

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El 24 de noviembre de 1992, la reina no prometió nada concreto a los británicos. No estaba en sus manos. Ni reparar un matrimonio imposible y agrio como fue desde un principio el del Príncipe Carlos con Diana Spencer, ni borrar de la memoria pública las imágenes del financiero tejano, John Bryan, chupando los dedos del pie de una Sarah Ferguson en toples en una playa del sur de Francia. La imagen de la monarquía había tocado fondo, 40 años después del ascenso al Trono de Isabel II. “1992 no es un año que recordaré con placer intenso” porque “se ha convertido en un annus horribilis, fue la confesión de la monarca con la que emprendió un largo camino de reconciliación con los ciudadanos en el que la institución pasó a desprenderse de una magia casi medieval para convertirse en un instrumento de servicio público.

El 16 de junio se publicó Diana: Her True Story (Diana: su verdadera historia), del periodista Andrew Morton. Pasarían años antes de que se reconociera públicamente que el libro había sido prácticamente redactado y supervisado por Lady Di, pero desde el momento de su aparición quedó asentada definitivamente la imagen de una familia fría y desestructurada que había ignorado cruelmente el aislamiento de una princesa con desórdenes alimenticios y varios intentos de suicidio a sus espaldas. Como era norma hasta entonces, no hubo respuesta oficial del palacio de Buckingham.

Y casi era mejor. Porque la reacción del entorno de la reina ante los escándalos aireados por los tabloides era siempre una expresión de indignación que encubría una voluntad de censura. Cuando condenaron con firmeza la publicación del escándalo del lametón de pie protagonizado por la exnuera de Isabell II, la duquesa de York, el director del Daily Mirror, Richard Stott, respondió que las fotografías no eran sino la confirmación de toda la “hipocresía” con que había cubierto la Casa Real los devaneos de Sarah Ferguson.

“No cabe duda, por supuesto, de que la crítica es buena tanto para las personas como para las instituciones que forman parte de la vida pública”, admitió en su discurso la reina. “Ninguna institución (...) debería confiar en quedar libre del escrutinio de aquellos que le conceden su lealtad y apoyo. Mucho menos de los que no se lo conceden”.

Paradójicamente, pronunció el discurso en uno de los pocos sitios del Reino Unido donde Isabel II tiene que pedir permiso simbólico para entrar: la City de Londres, el centro financiero y legal de la capital británica. En el majestuoso Guildhall, el palacio escenario de las ceremonias de ese centro de poder, la reina comenzó a ensayar gestos de humildad y a intentar convencer a sus súbditos de que la casa de Windsor estaba compuesta por seres de carne y hueso, con sus errores y flaquezas. A los que no les venía mal, de vez en cuando, un poco de ternura. “Todos formamos parte del mismo tejido de la sociedad nacional, y ese escrutinio, desde una u otra parte, puede resultar igual de eficaz si se hace con un toque de delicadeza, buen humor y cierta comprensión”, pidió la monarca.

Días antes, un devastador incendio arrasó parte del castillo de Windsor, una de las residencias habituales de la reina, pero sobre todo símbolo de la continuidad en la historia de la monarquía británica. A partir de aquel discurso, comenzaron las obras de reparación del edificio... y de la institución. La reina y el heredero, el príncipe de Gales, se comprometieron a comenzar a pagar impuestos por sus ingresos privados. Accedieron a que el Parlamento realizara un control más transparente de sus finanzas. El número de miembros de la familia real a sueldo del erario público se redujo notablemente, e Isabel II se comprometió a mantener de su bolsillo a la extensa prole de los Windsor. A mediados de los noventa, se constituyó un grupo oficial denominado Way Ahead (Hacia Adelante), que reúne un par de veces al año a asesores y miembros de la Familia Real para tomar el pulso a la opinión pública y decidir la estrategia política posible, dentro de sus limitados márgenes constitucionales.

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Los quebraderos de cabeza no han cesado. Las relaciones del hijo favorito de la reina, el príncipe Andrés, con el millonario estadounidense pedófilo, Jeffrey Epstein, o la espantada a Canadá del príncipe Enrique y su esposa, Meghan Markle, han seguido ocupando páginas y páginas de la prensa amarilla. Pero la popularidad de Isabel II, a sus 94 años, está por las nubes, hasta el punto de ser casi la única figura pública que concita el consenso de los británicos. “A veces me pregunto cómo juzgarán las generaciones futuras los episodios de este año tumultuoso”, decía la reina en su discurso. “Me atrevo a sugerir que la historia tendrá una visión ligeramente más moderada que la de los comentaristas contemporáneos”.

Las palabras adecuadas en el momento justo

A veces, un monarca es capaz, con sus palabras, de lograr el reto más difícil de cualquier tarea pública: recordar a los ciudadanos la meta hacia la que se dirigen y despejar sus dudas e inquietudes. Ni siquiera es necesaria una retórica brillante. Basta, como decía el manoseado poema de Kipling, con “mantener la cabeza en su sitio cuando todos a tu alrededor la pierden”.

El golpe de Estado del 23-F fue ese momento para Juan Carlos I. “La Corona, símbolo de la permanencia y unidad de la patria, no puede tolerar en forma alguna acciones o actitudes de personas que pretendan interrumpir por la fuerza el proceso democrático que la Constitución votada por el pueblo español determinó en su día a través de referéndum”. La virtud de aquel discurso, frío en su ejecución, apresurado y clandestino en su preparación, preciso en sus palabras como un manual de Derecho Constitucional, fue la de asegurar al pueblo español que la democracia no tenía marcha atrás. Y transformar una amenaza terrible, que resucitó por unas horas el miedo al eterno pasado, en una comedia de Berlanga cuyo mayor mérito fue permitir que los ciudadanos pudieran finalmente reírse de sus propios fantasmas.

El acierto puede encontrarse en la resistencia o en la renuncia. El 14 de agosto de 1945, el emperador de Japón, Hirohito, cuyos súbditos jamás habían escuchado su voz, se dirigió por radio a la nación para decir que todo había cambiado. El Imperio del Sol Naciente se rendía ante las fuerzas aliadas, e Hirohito anunciaba el fin de décadas de expansionismo bélico y racista en las que un paso atrás era una traición y el suicidio, la única alternativa a la derrota. “De acuerdo con los dictados del tiempo y del destino, hemos decidido allanar el camino hacia una gran paz para todas las generaciones venideras, soportando lo insoportable y sufriendo lo insufrible”. Los medios japoneses llevan décadas citando ese mantra, que abrió la senda de un Japón moderno y pacífico, que comenzó a entender que su emperador no era un dios y que el mejor milagro era el milagro económico y la llegada de la democracia. Hirohito convenció a los japoneses de que a veces es conveniente engañarse a uno mismo. Creer que se ha elegido la paz, y no que es un resultado impuesto de modo humillante. Y dar un sentido voluntario de futuro a un país en ruinas.




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