Iñigo Urkullu, nacido para lehendakari

La trayectoria vital y política del candidato del PNV es la de alguien predestinado a dirigir a los nacionalistas vascos

El lehendakari y candidato a la reelección, Iñigo Urkullu, toca el 'txistu' durante su participación en un acto electoral en la cima del monte Zaldiaran, en Vitoria.Jon Rodríguez Bilbao (EFE)

Y entonces una voz dijo: hagamos un lehendakari, pero sin improvisaciones, eh, con fundamento, como hacemos las cosas los vascos. Se eligió un año donde poder escoger, 1961, justo al principio de la generación del baby boom, aquellos 14 millones de españoles que nacieron en los últimos 15 años del franquismo; una buena familia, obrera, nacionalista, euskaldún, de la margen izquierda de la ría de Bilbao, padre tornero y madre ama de casa; y por fin un nombre, Iñigo, aquí no hubo discusión. Lo bautizaron en la parroquia de Alonsotegi con el nombre rotundo de Iñigo Urkullu Renteria, qué má...

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Y entonces una voz dijo: hagamos un lehendakari, pero sin improvisaciones, eh, con fundamento, como hacemos las cosas los vascos. Se eligió un año donde poder escoger, 1961, justo al principio de la generación del baby boom, aquellos 14 millones de españoles que nacieron en los últimos 15 años del franquismo; una buena familia, obrera, nacionalista, euskaldún, de la margen izquierda de la ría de Bilbao, padre tornero y madre ama de casa; y por fin un nombre, Iñigo, aquí no hubo discusión. Lo bautizaron en la parroquia de Alonsotegi con el nombre rotundo de Iñigo Urkullu Renteria, qué más se podía pedir.

A partir de aquí, todo va rodado. A los 16 años se afilia al PNV —justo en 1977, cuando el partido fundado por Sabino Arana salió de la clandestinidad—, a los 19 ya forma parte de la dirección de EGI —las juventudes del partido—, a los 23 es elegido miembro de la ejecutiva del PNV en Bizkaia y dos años después, a los 25, se casa con Lucía Arieta-Araunabeña, hija de un mítico jugador del Athletic, Eneko Arieta, con la que tiene tres hijos. La había conocido, como no podía ser de otra manera, en una fiesta de las juventudes nacionalistas, donde —son principios de los ochenta— coinciden los que ahora parten el bacalao en el PNV y, por consiguiente, en Euskadi. Andoni Ortuzar, actual presidente del partido, era uno de aquellos jobuvis —jóvenes burukides (dirigentes) vizcaínos— que han acompañado la carrera de Urkullu desde los años en que se produce la escisión en el PNV con la salida de Carlos Garaikoetxea y la fundación de Eusko Alkartasuna. Hay imágenes que lo atestiguan: Urkullu también estaba allí.

Pero no todo fue un camino asfaltado. De adolescente, Urkullu siguió cumpliendo con el guion de chaval responsable y formal; si alguna vez rompió un plato, no hay constancia. Llegó a jugar en primera juvenil con el Club Deportivo Larramendi y hay fotos en blanco y negro donde se le ve tocando con soltura el txistu y el tamboril. Dice que alguna vez recibió algún sopapo en el colegio por hablar euskera, que de vez en cuando le obligaban a cantar el Cara al sol y el himno nacional —“aunque yo movía solo los labios”— y que tal vez entonces le brotó una cierta rebeldía que lo llevó a convertirse en uno de los primeros objetores de conciencia del PNV. Pero hubo un momento en que el proyecto de lehendakari perfecto pudo irse al traste. Fue cuando dejó los estudios de Filología Hispánica en Deusto e ingresó en la escuela universitaria del seminario de Derio para estudiar Magisterio. Dice que allí sintió la llamada de Dios. Lo confesó con toda naturalidad hace algunos años, en uno de esos programas de televisión en que el presentador se comporta como un gañán para quitarle protagonismo al entrevistado. “¿¡Vocación!? ¿Se puede decir que…?”, le preguntó con los ojos abiertos como platos, y Urkullu respondió: “En un momento tuve vocación, sí. Una de las posibilidades era el sacerdocio y estuve tentado, sí”.

—¿¡Cómo sacerdocio!? ¿¡Casi pa cura…!? ¿¡Sentiste la llamada de Dios!?

—Pues sí. Yo creo que los que somos creyentes sentimos esa llamada y creo que hay que decirlo con orgullo.

Y ahí, en la forma tranquila de responder una pregunta que pretendía convertir en chanza una creencia íntima, puede que esté el secreto de Urkullu. De lejos da la impresión de ser un tipo gris, aburrido, hermético. Cuando pronuncia frente a la cámara uno de esos discursos de campaña que les escriben a los políticos, engola la voz, corta las frases, y el efecto es el de un robot con acento vasco. Pero, en corto, es amable, tiene sentido del humor, y sus mejores bromas son las caricaturas que hace de sí mismo: “Aquí donde me ves”, suele decir, “fui presidente de una comisión de fiestas”. O sobre su austeridad en la mesa: “Estoy contra esa leyenda de que está mal brindar con agua. Yo he brindado toda mi vida con agua y me ha ido bien”. En 2012, durante su primer discurso como lehendakari, dijo con voz temblorosa: “Miro a mis hijos y me veo reflejado en mis padres”. A la mañana siguiente de ser elegido, cuando era el hombre del día y los medios lo buscaban, fue a visitar a su madre en la casa familiar de Alonsotegi: “Lloramos juntos”, contó después la señora, “y le pregunté: ‘¿cómo has venido con toda las cosas que tendrás que hacer?' Y me respondió: ‘lo primero, a casa”.

Antonio Basagoiti, candidato del PP en aquellas elecciones, dijo de él: “Se merece la oportunidad de gobernar. Estos cuatro años pasados he hablado mucho con Urkullu y hemos tenido reuniones, unas se han sabido y otras no, en algún hotel, en alguna sede de partido, y puedo decir que es un hombre con el que se puede dialogar”. Ahí está otra de las claves. Urkullu pertenece a una raza de políticos, ya en extinción, que prefiere cocinar los acuerdos a fuego lento y sin focos. Un ejemplo es cómo se acercó a las víctimas del terrorismo, no siempre bien tratadas por el PNV. Durante los años tan duros en que ETA intentaba no morir matando y el lehendakari Juan José Ibarretxe seguía empeñado en su plan soberanista, Urkullu encabezó a un grupo de parlamentarios vascos que se dedicó a recorrer España de forma discreta para reunirse con ellas.

Tal vez la fatiga de los materiales —lleva ocho años en el cargo—, le llevó a reaccionar tarde en la catástrofe de Zaldibar, y de ahí que durante el debate de EITB torciera el gesto cuando Carlos Iturgaiz le señaló un plano con la distancia entre su casa familiar y el vertedero: tan solo nueve kilómetros que tardó seis días en recorrer. Algunos casos de corrupción en Álava y fallos en la gestión sanitaria han colocado algunas nubes negras sobre su segundo mandato. Ahora tiene por delante la oportunidad de redondear una vida predestinada a ser lehendakari.

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