Linda y sus tres hijos reescriben su historia gracias a decenas de lectores
Las ayudas pagan un nuevo alquiler a una familia que llevaba dos años durmiendo en el mismo colchón
Linda llevaba dos años durmiendo en una cama de 1,30 con sus tres hijos de 10, 12 y 17 años. No podía más. El día que recibió la videollamada de EL PAÍS, en pleno confinamiento, pensó en no responder. Una cosa era contar su historia y otra enseñar en crudo cómo y dónde vivía. Estaba sin trabajo, no tenía dinero para comprar comida y nada a su alrededor le hacía pensar que podría mejorar su situación. Al final, esta nigeriana de 41 años decidió descolgar el teléfono y mostró el pequeño cuarto de paredes ennegrecidas en el que se había confinado con sus hijos. Tras terminar la entrevista, su hij...
Linda llevaba dos años durmiendo en una cama de 1,30 con sus tres hijos de 10, 12 y 17 años. No podía más. El día que recibió la videollamada de EL PAÍS, en pleno confinamiento, pensó en no responder. Una cosa era contar su historia y otra enseñar en crudo cómo y dónde vivía. Estaba sin trabajo, no tenía dinero para comprar comida y nada a su alrededor le hacía pensar que podría mejorar su situación. Al final, esta nigeriana de 41 años decidió descolgar el teléfono y mostró el pequeño cuarto de paredes ennegrecidas en el que se había confinado con sus hijos. Tras terminar la entrevista, su hijo de 12 años envió un audio rogando que no se les identificase para que sus compañeros de clase no descubriesen que ese era su día a día. Su historia, publicada el pasado 5 de abril, la leyeron más de 120.000 personas.
Casi dos meses después de aquella videollamada, Linda y sus hijos durmieron este miércoles -por primera vez en dos años- en un colchón cada uno. Se han mudado a un apartamento de tres habitaciones a las afueras de Madrid y, por fin, pueden usar la cocina, el salón y el baño sin pedir permiso. El alquiler, garantizado al menos los primeros seis meses, se ha financiado gracias a casi un centenar de lectores que enviaron sus donativos a la asociación Karibu. “Es un sueño, aún no me lo creo. Esto nos ha cambiado la vida”, afirma Linda sentada en un colchón en la nueva habitación de sus hijas.
El sol del atardecer entra por las ventanas, corre el aire y Linda ha limpiado a conciencia. Todo brilla. Los tres niños entran por primera vez en el apartamento y lo recorren alucinados. Toquetean armarios y ventanas y, en seguida, colocan sus cuatro colchones en las habitaciones. La casa no tiene un solo mueble, ni nevera, ni lavadora, ni una olla para cocinar. Solo tienen su ropa y las mochilas del cole, pero eso ahora lo es todo. “Gracias, gracias”, repiten.
La vida de esta familia en España, adonde llegaron en 2008, nunca ha sido fácil. La madre es contable y aunque siempre ha tenido sus papeles en regla solo ha tenido trabajos precarios como limpiadora o reponedora. Los tres niños son muy buenos estudiantes, pero el castellano y las dificultades económicas han sido una barrera todos estos años. “Soy una persona muy tímida y encima no entendía el idioma. En mi clase no había gente de mi país, ni de mi color y era difícil relacionarme, siempre pensaba que se reían de mí”, recuerda la hija mayor, que quiere estudiar medicina. La familia ha estado en momentos muy delicados demasiadas veces, pero la madre siempre conseguía superarlos. Linda, exhausta y preocupadísima, lloraba por las noches, pero cada tarde les ayudaba con los deberes. “Mi madre es una heroína. Todos los días se levanta temprano, va a trabajar, nos compra comida, hace todas las tareas, nos da la cena y se va a dormir”, describe su hija pequeña.
— En realidad es mucho más que eso, interrumpe la mayor.
“Es duro ver a tu madre haciendo limpieza, cuando sabes que tiene formación para tener un trabajo mejor. Es difícil verla haciendo todo lo que hace, pero eso me motiva a estudiar más, a hacer grandes cosas para que todo ese su sufrimiento sirva para algo”, continua.
La madre llora bajito al escucharlas.
Su estancia en aquella habitación les llevó al límite. Confiaban en que su madre, una vez más, les sacaría de aquello, pero no sabían muy bien cómo. Ahora bromean con el momento de irse a dormir. “Era siempre una pierna aquí, la otra allá. Uno pidiendo que no le toquen. Otro aplastado”, describen sus hijos. “Ha sido un proceso en el que los niños han aprendido que la vida no siempre es fácil y que hay que adaptarse”, cuenta la madre, que temía, sobre todo, que el niño de 12 años cayese en una depresión. “Tiene muchos amigos, es muy sociable y los padres me llamaban muchas veces para llevarlo por ahí. Un día estuvo en casa de uno de sus amigos y al volver me dijo: ‘¡Mamá, tienen una casa con cuatro habitaciones!’. Me sentí muy mal imaginando qué pensaría de mí al ver que no podía darle una vida como la de sus amigos”, recuerda. “Yo le animo a estudiar más. Le digo siempre: ‘Si yo no puedo, tú puedes”.
Decenas de personas que leyeron la historia de Linda contactaron con EL PAÍS y con Karibu para ayudar. La mayoría envió pequeñas aportaciones que sumadas a las donaciones habituales de la organización hicieron posible el pago de este alquiler. El dinero sirvió además para comprar alimentos a decenas de inmigrantes que, tras decretarse el estado de alarma, se quedaron sin recursos para comprar comida. “Hola, soy electricista y no estoy para muchas gaitas, pero me gustaría hacer una pequeña aportación para la familia de la que acabas de hablar o para cualquier otra que esté en esta situación”, escribió Iñaki, de 33 años, desde Navarra. “Soy un padre de familia normal y corriente, de Madrid, al que le ha conmovido el artículo. Nunca he hecho nada igual antes, pero me gustaría saber si hay algún modo de que yo pueda ayudar directamente a Linda y su familia”, pedía José. “No soy una persona rica pero mi padre al llegar a España desde Colombia en el 2000 tuvo que pasar por situaciones similares donde no se quería alquilar pisos a inmigrantes y tenían que vivir familias enteras con desconocidos de la misma manera. Al parecer la situación no ha cambiado mucho...”, escribió Yenifer desde Londres.
Aun con el dinero en la cuenta, alquilar este apartamento de 620 euros fue un largo suplicio. La organización se topó con varias negativas de caseros, hasta localizar este piso. Aun así la inmobiliaria les exigió un mes de fianza y dos de depósito, un mes por adelantado, un avalista y una garantía del empleador del avalista de que, a pesar de la crisis, no sería despedido en, al menos, un año. Todo el proceso les llevó más de un mes.
“No tengo nada para compensar a toda la gente que nos ha ayudado”, agradece la madre. “Solo pido que Dios les cuide”. La hija mayor desde su nueva habitación vacía se sorprende con la empatía de tantas personas al conocer su historia. “Cuesta pensar que hay gente que está dispuesta a ayudar a otras personas que no conoce aun teniendo sus propias circunstancias. Esto me ha hecho reflexionar sobre mí misma, porque siempre creía que una pequeña ayuda no llegaba a ninguna parte”.
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