Al-Ula, la joya del desierto de Arabia Saudí
El reino saudita, que se abrió al turismo en 2019, alberga maravillas como este desierto de arenisca roja en el que los nabateos emularon las necrópolis de Petra
En el corazón del desierto de Arabia Saudí existe un paisaje que, cuando el viajero lo divisa, le suena familiar, aunque sea la primera vez en su vida que visita este país hermético a los extranjeros hasta hace cuatro días. A un lado aparecen enormes formaciones rocosas de arenisca rojiza, como gigantescas islas pétreas varadas en la llanura arenosa. “Es como Wadi Rum”, piensa el viajero. Por otro, observa fachadas de líneas helenísticas esculpidas en la roca que parecen templos neoclásicos, aunque en realidad son tumbas. “Como Petra”, vuelve a rumiar el viajero. Y es que así es Al-Ula, la joya del desierto saudí, una mezcla a lo bestia del Wadi Rum jordano y de la ciudad nabatea de Petra.
Las similitudes no son casualidad. Geológica e históricamente, ambos espacios están emparentados. Al-Ula está formado por la misma placa base de roca granítica y una capa de sedimentos de arenisca rojiza encima de más de 500 años de antigüedad que el Wadi Rum de Jordania; el viento y el agua se encargaron de erosionar la arenisca de ambos de una manera tan mágica y sorprendente que enamoró a los primeros europeos que se adentraron en estos parajes desolados, desde Gertrude Bell hasta Lawrence de Arabia. La cercanía y la similitud de hábitat hizo que los nabateos que construyeron su capital en Petra extendieran su imperio entre los siglos I a.C y II d.C hacia el sur, hasta lo que hoy es el reino de Arabia Saudí, y tallaran en estas montañas las mismas necrópolis que hacían en su ciudad de origen. Se calcula que en Al-Ula existen unas 140 fachadas de simetrías clásicas esculpidas en la roca, que en realidad eran panteones familiares de dirigentes y personajes acomodados.
Arabia Saudí emitió los primeros visados turísticos en septiembre de 2019. Y en apenas cinco años, ha desarrollado una industria turística de primera magnitud. Uno de los sitios elegidos por el Gobierno para estos desarrollos ha sido Al-Ula, a 330 kilómetros al norte de Medina y a casi 1.000 de la capital, Riad. Se puede llegar por carretera (las vías saudíes están en muy buen estado) o en avión; en temporada alta (invierno) hay incluso vuelos directos internacionales desde muchos países de Oriente Próximo.
Para entender en primera instancia la zona hay que pensar que son kilómetros y kilómetros cuadrados de desierto con formaciones rocosas interesantes por todos lados, pero muy dispersas, por lo que hay que tener un medio de transporte. Puedes alquilar un coche en el aeropuerto o en la ciudad de Al-Ula, que es donde están todos los servicios, o contratar excursiones con agencias locales.
La primera e imprescindible visita es a Hegra (la entrada cuesta 90 SAR, unos 20 euros). Así se llamaba la ciudad nabatea, de la que no queda nada más que la necrópolis. Hegra es un parque cultural a 17 kilómetros de la ciudad que engloba las mejores tumbas nabateas, incluida la de Lihyan hijo de Kuza, conocida también como el Castillo Solitario, la más bella e impactante, imagen icónica ya del turismo en Arabia Saudí. Su singularidad radica en que ocupa toda una de estas roca-isla en medio de la nada más absoluta. Fue un panteón funerario encargado construir por un general nabateo que murió en una batalla lejana, por lo que el túmulo quedó sin terminar. Curiosamente, la que se considera obra cumbre de la arquitectura funeraria nabatea está en realidad inconclusa.
Las tumbas más elaboradas pertenecieron a mujeres, que en la sociedad nabatea eran las que gestionaban el comercio —los hombres estaban siempre fuera, guerreando— y manejaban la economía familiar. Esto puede apreciarse en otra de las visitas, el Palacio de las Mujeres o Milla de Oro, otra gran isla de piedra arenisca con tumbas talladas por casi todos sus lados: las más elaboradas y ricas en detalles eran de propiedad femenina. Otra parada clásica en Hegra es en El Parlamento, una gran oquedad de ocho metros de altura excavada en la roca con un banco corrido por sus laterales donde se reunían las élites nabateas a deliberar y tomar decisiones. En temporada alta (diciembre y enero) hay también visitas nocturnas a Hegra y cenas con espectáculo de luces y música en vivo en la explanada delante del Palacio de las Mujeres.
Luego, diseminadas en kilómetros y kilómetros cuadrados de desierto, aparecen otras muchas formaciones singulares que se visitan aparte. Está, por ejemplo, la Roca del Arco Iris, un impresionante puente de roca de lo más fotogénico. La Roca del Elefante, de 52 metros de alto, que, como su nombre indica, evoca vagamente a un paquidermo. Jabal Ikkmah, a las afueras de la población de Al-Ula, es un desfiladero de enormes paredes verticales con más de 300 grabados, inscripciones y petroglifos datados en el primer milenio antes de nuestra era. Están escritos en diversas lenguas (nabateo, arameo, dadanítico, thamúdico), por lo que se lo considera una biblioteca al aire libre de excepcional importancia para el estudio de las lenguas preárabes. Es uno de los lugares saudíes reconocidos por la Unesco como patrimonio mundial.
Al-Gharameel, a una hora en coche de la ciudad, es un campo de pináculos rocosos como sacados de otro planeta. Un paisaje irreal. Hussak, una empresa local, organiza en temporada alta (del 1 de octubre al 31 de mayo) visitas nocturnas para observar estrellas y cuerpos celestes en este lugar privilegiado, uno de los mejores de Arabia para el astroturismo.
El tramo de desierto más bello es el valle de Ashar, a 21 kilómetros al norte del pueblo. Aquí los pináculos de arenisca, los valles modelados por el viento y las paredes rojizas cortadas a cuchillo adquieren proporciones cinematográficas. No hay rincón hacia el que se mire que impacte menos que el anterior. El problema es que este fue el lugar elegido por el Gobierno saudí para desarrollar un proyecto de hoteles de lujo, como el Banyan Tree o el Our Habitas (unos 3.000 euros la noche, de promedio), y solo puedes acceder al valle si tienes reserva para dormir o comer en esos establecimientos.
En el valle de Ashar está también una de las construcciones modernas más enigmáticas de Arabia, un gigantesco paralelepípedo de cristal que emerge entre las montañas desnudas; tan enigmático como el monolito negro de 2001: una odisea del espacio, de Kubrick. Es Maraya, un centro de convenciones y restaurante. El reflejo del paisaje circundante en las paredes-espejo de esta distópica construcción cambia a cada momento, según cambia la luz, dando vida a un trampantojo tan espectacular como único en el mundo. Un truco: hay una posibilidad de entrar al valle de Ashar sin dejarte una fortuna en esos hoteles; la Royal Comission for Al-Ula organiza visitas guiadas a Maraya por 95 SAR (unos 22 euros; se contratan en la web experiencealula.com).
También merece una visita el oasis de Al-Ula, como se conoce al extensísimo palmeral que cubre todo el fondo del valle y que es la razón de ser de la vida y la civilización en este desolado desierto. Gracias al refugio que ofrecía este palmeral, Al-Ula fue una parada importante en la ruta del Incienso, una vía comercial que unía Yemen y Omán al sur —donde se producían las resinas fundamentales para su preparación— con los puertos del norte, en Gaza o en Egipto, a través de los desiertos de Arabia.
El mejor sitio para terminar una intensa jornada de monumentos naturales por el desierto saudí es Old Town, el antiguo pueblo de Al-Ula, todo de tapiales de adobe, que el Gobierno ha restaurado (en demasía) para convertirlo en un polo turístico con tiendas y restaurantes. Aunque hoy es un decorado más falso que Judas, está muy bien iluminado y acoge alguno de los mejores restaurantes, cafeterías y teterías del valle.