La Arrábida, un paraíso inexplicablemente desconocido de Portugal
Coquetos pueblos, monasterios, castillos y playas se suceden en un viaje que discurre por el corazón del parque natural luso que tiene como final Casa Palmela, una finca solariega del siglo XVII reconvertida en hotel
Invierno de 1963. Una mujer de aspecto elegante, frágil y prematuramente envejecida atraviesa en un coche el corazón verde del parque natural de la Arrábida, a unos 50 kilómetros al sur de Lisboa. Con solo 34 años, ha cruzado el océano Atlántico huyendo de una tragedia inimaginable: el asesinato de su marido....
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Invierno de 1963. Una mujer de aspecto elegante, frágil y prematuramente envejecida atraviesa en un coche el corazón verde del parque natural de la Arrábida, a unos 50 kilómetros al sur de Lisboa. Con solo 34 años, ha cruzado el océano Atlántico huyendo de una tragedia inimaginable: el asesinato de su marido. Jacqueline Kennedy busca un refugio. Un escondite alejado de la prensa y el peso de la historia que la ha convertido en la viuda más famosa del siglo XX. Cuando se han cumplido 60 años de esa huida desesperada, atravesamos en un Jeep las mismas colinas por las que viajó la viuda en su retiro portugués. A lo lejos se divisa el Palácio de Comenda, propiedad de los condes D´Armand, los amigos que abrieron su residencia de cinco plantas y 26 habitaciones para que Jackie hallara, precisamente, lo que la palabra “arrabida” significa en su origen árabe: un lugar de recogimiento y oración.
Durante su aislamiento, Jackie pasea entre alcornoques, pinares y viñedos. Camina por alguna playa aislada (aunque su palacio dispone de una de acceso privado) y viaja por la carretera que serpentea por el parque natural, salpicado de casas nobles que recuerdan que este fue uno de los lugares de veraneo de la realeza europea, como los descendientes de la dinastía irlandesa O’Neill. Desde lo alto de la sierra, Jackie divisa el Castelo de São Jorge en Lisboa, el Castelo dos Mouros en Sintra y el de Évora, tres fortificaciones estratégicas durante siglos en la defensa de Portugal. En los días de mayor recogimiento, se acerca hasta la aldea de color blanco inmaculado que destaca entre la masa verdosa: el Monasterio de Nuestra Señora de Arrábida, fundado en 1542 por los franciscanos.
Como entonces para Jackie Kennedy, la sierra de la Arrábida sigue siendo hoy un refugio privilegiado en plena naturaleza. Sin embargo, apenas es conocido por viajeros internacionales e incluso locales. ¿Cómo es posible?
En busca de una respuesta, conocemos durante nuestro viaje a un vecino ilustre de la región, Salvador Holstein, descendiente de María Luisa y Bernardo Sousa Holstein, duques de Palmela. Holstein explica que la competencia de la cercana ciudad de Comporta ha eclipsado el interés hacia esta otra zona, mucho menos concurrida, pese a su cercanía con la capital lusa. Será él quien, como hicieron con Kennedy hace seis décadas, nos adentre en estas 10.000 hectáreas enclavadas entre el río Sado y el Atlántico, en un triángulo perfecto delimitado por los municipios de Setúbal, Azeitão y Palmela.
Verde mediterráneo, azul atlántico
El camino entre acantilados por el Portinho da Arrábida deja a un lado uno de los conjuntos de flora y fauna mediterráneas más diversos del país. Por la vertiente opuesta, una carretera sinuosa, de ascensos y descensos estrechos, mira hacia las playas de las que disfrutan los bañistas, en los meses de más calor, acompañados de una comunidad de una treintena de delfines nariz de botella. Desde lo alto, es fácil entender por qué este último tramo de litoral virgen de Portugal ha despertado las ambiciones inmobiliarias de Sandra Ortega. La primogénita de Amancio Ortega, creador de Inditex, quiere levantar aquí, en la península de Tróia, un complejo hotelero de lujo y más de 500 camas. La plataforma ecologista Dunas Livres ha logrado paralizar por el momento el proyecto, que multiplicaría el número de turistas en la lengua de dunas formada junto a la desembocadura del río Sado.
Mientras tanto, la Arrábida sigue siendo un lugar relativamente desconocido. Un paraíso de naturaleza y arenales a lo largo de 40 kilómetros, desde Tróia hasta Melides. Por el módico precio del pasaje que cobra una pequeña embarcación, por ejemplo, se puede disfrutar casi en solitario de playas como la de Galapinhos. Este arenal fue escogido como la playa más bonita de Europa, entre otras 280 europeas, en una votación en la que participaron más 130 países. Cerca de aquí quedan también las playas de Albarquel, Figueirinha, Galapos, de los Conejos, del Creiro, del Portinho da Arrábida o de Alpertuche. Todas son un lujo al alcance de cualquiera.
Ruta entre los pueblos
Al descender por el Portinho da Arrábida el coche de Salvador Holstein nos lleva hasta la parte cercana al mar, donde se encuentran los mejores restaurantes de la zona como Farol, que sirve pescado fresco con vistas al mar, o Galeão, cuya carta permite saborear lo mejor de la cocina local junto a los vinos de esta región cubierta de viñas desde hace siglos. De aquí son los de José Maria da Fonseca, la bodega de mesa más antigua del país (1834), los de la Quinta da Bacalhoa o los de Quinta de Alcube, otra de las más genuinas de la zona.
Avanzando entre viñedos por el este de la sierra se llega al castillo de Palmela, a 240 metros por encima del nivel del mar, una fortificación de origen musulmán, de entre los siglos VIII y IX, que es hoy monumento nacional. Desde su torre es fácil divisar Lisboa en días despejados. Junto a ella, la iglesia gótica de Santiago de Palmela, del siglo XV, y un antiguo convento que es hoy una pousada, de la red de Pousadas de Portugal, al estilo de los Paradores españoles.
El descenso desde el castillo permite adentrarse en una ruta por algunos de los pueblos más pintorescos de la zona, como Azeitão, al pie de las montañas, donde se sigue fabricando a mano el queijo artesanal de oveja o el fresco requijão. Un paseo por sus calles empedradas permite, además, disfrutar de una repostería tradicional inagotable o visitar la fábrica de azulejos São Simão-Arte, uno de los últimos productores de azulejos artesanales de Europa. Aquí explican con paciencia todo el proceso de fabricación, desde el horneado hasta la pintura. Pincel en mano, sus artesanas dan vida a las baldosas que decoran edificios de dentro y fuera de Portugal. Si el viajero gana su confianza, es posible que le acaben desvelando los caprichos de Elton John al decorar su baño con estas losetas portuguesas. Es una de las pocas distracciones del pueblo, además de la Fiesta de la Vendimia o la medieval de los Santos.
Casa Palmela, el corazón del parque
De vuelta al parque natural llegamos a Casa Palmela, la finca de Holstein, cuyas 70 hectáreas han permanecido en su familia desde hace dos siglos. Se trata de una de las pocas propiedades privadas dentro de este espacio natural, donde está prohibido construir desde 1975. Una casa solariega del siglo XVII, clasificada como Bien de Interés Municipal, convertida hoy en un hotel de 21 habitaciones, rodeada de bosque y viñedos de uvas syrah y moscatel. Casa Palmela sirvió de residencia de verano para el Colegio de Jesuitas São Francisco Xavier de Setúbal y conserva hoy parte del suelo de piedra de cuatro siglos de antigüedad, muebles originales, azulejos del siglo XVIII y una pequeña capilla.
De puertas para adentro, el salón en el que antes almorzaban los jesuitas es hoy un restaurante con terraza que sirve almejas à bulhão pato, pasteles de bacalao con tomate o el típico picapau. De puertas para afuera, las vistas desde el alojamiento animan a dar un paseo por la sierra, a pie o a caballo, en un recorrido que atraviesa caminos y viñedos.
Desde aquí es fácil organizar travesías en barco, clases de yoga al atardecer o excursiones hasta las queserías de los pueblos cercanos o al Mercado do Livramento de Setúbal, que abastece a Casa Palmela y donde cada día es un ir y venir entre sus 900 empleados. Allí coinciden los madrugadores que buscan pescado fresco y los viajeros que quieren conocer de cerca esta lonja pesquera y agrícola, inaugurada en 1876, y que USA Today reconoció en 2015 como una de las mejores del mundo. Una vez se toman la fotografía de rigor junto al gran mural de 5.700 azulejos que narra la vida de pescadores y agricultores, los viajeros abandonan el mercado. La vida local continúa en este paraíso portugués ajeno, de momento, al turismo masivo.
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