Un viaje con las grullas a la Laguna de Gallocanta
Si por algo tiene fama esta reserva natural entre Teruel y Zaragoza, el principal humedal salino de Europa occidental, es por ser un auténtico paraíso ornitológico. El espectáculo hay que verlo sobre todo en invierno, y luego la ruta puede continuar hasta Daroca y Anento
Está cayendo la tarde sobre la llanura que se ensancha a casi mil metros de altitud entre Teruel y Zaragoza, en las comarcas de Daroca y Jiloca. Bajo el cielo plomizo, la Laguna de Gallocanta brilla sobre la tierra como una costra metálica. Una multitud alada grazna en sus orillas y más allá, en los sembrados aterrizan los ordenados escuadrones que llegan de su largo viaje hacia el sur. Esta reserva natural, el principal humedal salino de Europa occidental y uno de sus ecosistemas más singulares, es un enclave de gran valor ornitológico que recibe cada año a miles de aves acuáticas en sus rutas migratorias: patos, tarros, gaviotas, cercetas, gansos, cigüeñuelas, garzas y, sobre todo, grullas, la tribu más numerosa y emblemática de la laguna.
Desde octubre hasta el comienzo de la primavera descansa en estas aguas y en sus orillas fangosas, pobladas por carrizales y juncos, el 90% de toda la población europea, por lo que los meses de invierno son un buen momento para venir con prismáticos o telescopios hasta los observatorios recorriendo sus senderos señalizados. El ecosistema de la laguna alberga praderas subacuáticas y una rica variedad de plantas endémicas, y a su alrededor se extienden los campos de cereal que alimentan a las grullas, cuya gestión agroambiental pone especial cuidado en la protección de la población migratoria y en la conservación de este fabuloso entorno natural.
En la carretera que une los pueblos de Tornos y Bello se encuentra el Centro de Interpretación, en la antigua casa de peones camineros, que acoge una exposición interactiva y organiza actividades, visitas guiadas y reserva de hides para los amantes de la fotografía naturalista. De aquí parte una ruta que se puede hacer en bicicleta y rodea toda la laguna pasando por siete observatorios, como el de La Reguera o el de Los Ojos. Desde Gallocanta hacia Torralba de los Frailes la carretera pasa también junto a la pequeña laguna de La Zaida, en la que campean las grullas y nidifican otras especies singulares. Más allá de Torralba anidan los buitres en las altas paredes anaranjadas que forman las hoces del río Piedra, que antes de desembocar en el Jalón pasará por el monasterio al que da nombre.
Junto a la laguna, el Museo Interpretativo del Ecosistema Aves de Gallocanta acoge una interesante exposición, y de su edificio acristalado parte una pasarela de madera hasta un observatorio a pie de agua. En algún recodo de las calles de esta población, y en las de El Berrueco y Las Cuerlas, aparecen algunas de las especies que habitan la reserva natural pintadas por el artista alemán Swen Schmitz, dentro de su proyecto Enciclopedia mural. La iglesia barroca de San Pedro en Gallocanta guarda una imagen de la virgen del Buen Acuerdo del siglo XII, y la ermita del mismo nombre, con un mirador sobre la laguna, conserva trazas del románico aragonés. Al otro lado de la sólida muralla de El Berrueco duermen sobre una loma los restos de un poblado celtíbero. Un sendero asciende desde el pueblo entre carrascas hasta el castillo; allí arriba se recorta la sierra de Valdelacasa y se divisa la mancha del agua sobre la estepa igual que un espejismo.
Arte mozárabe en Daroca
Estas son tierras de El Cid, y Gallocanta aparece citada en el cantar que narra las hazañas del caballero. Dejando atrás la laguna, por la carretera en dirección a Zaragoza, surge una soberbia muralla que corona las moles arcillosas y luego, apretadas, las casas y tejados de la localidad zaragozana de Daroca, que son del mismo color que la tierra. Fundada por los musulmanes en el siglo VIII, esta fue una de las principales ciudades fronterizas del Reino de Aragón en la Edad Media y en ella convivieron musulmanes, judíos y cristianos, cuya memoria bruñe el empedrado de sus calles angostas y empinadas y los vestigios románicos, góticos y mozárabes de sus edificios. Desde la Puerta Alta que da entrada a la ciudad se pueden recorrer los casi cuatro kilómetros del recinto amurallado, el más grande de Aragón, y subir hasta el cerro de San Cristóbal, donde hay un mirador a la ciudad, pasando por todas sus torres. Al otro lado de la puerta estuvo, hasta el siglo XV, la antigua judería.
En algunas iglesias de Daroca, de los siglos XII y XIII, se aprecian los primeros ejemplos que se conservan del arte mudéjar aragonés —declarado patrimonio mundial por la Unesco—, como en la de San Juan de la Cuesta o en la torre de Santo Domingo, que es el campanario mudéjar más antiguo de Aragón. La basílica renacentista de Santa María de los Corporales, famosa en toda la comarca por el milagro que custodia, muestra aún su primitivo ábside románico.
La ciudad está salpicada también de hermosos edificios palaciegos, como el de Los Terrer de Valenzuela, del siglo XVII; la preciosa Casa de los Luna, del siglo XV; o la Casa de la Provincia, frente a la que vierte agua la Fuente de los Veinte Caños. Saliendo por la Puerta Baja, al otro lado de la muralla, se encuentra el Portal del Arrabal, con su balcón sobre los tejados, y el Portal de Valencia, por el que se entraba en La Morería. El Museo de Historia y de las Artes de Daroca exhibe una importante colección de arte gótico en tabla de artistas como el maestro Bartolomé Bermejo, cuya influencia puede rastrearse en los retablos de iglesias de toda la comarca, como Langa del Castillo, Villarroya del Campo, Torralbilla o Villadoz, siguiendo la Ruta del Gótico.
A unos 20 kilómetros de Daroca, Anento también tiene su castillo, que en el siglo XIV defendió la ciudad del ataque de Pedro el Cruel. Su iglesia de San Blas, del siglo XIII, conserva pinturas murales en su ábside y alberga uno de los retablos góticos más espectaculares e importantes de Aragón, pintado por Blasco de Grañén. En los alrededores de Anento, en el corazón de un bosque encantado de pinos, zarzamoras y chopos que abraza la hiedra, se encuentra el Aguallueve: un manantial donde el agua se derrama en diminutas gotas sobre una poza entre la piedra y el musgo, creando un delicado y peculiar ecosistema. A veces, el frío del invierno congela estas gotas formando estalactitas y la gruta se convierte en una boca con los dientes afilados, que quizá en tiempos de El Cid, cuando las batallas forjaban las leyendas, asaltó los sueños de los caballeros.