La cautivadora experiencia de dormir en un faro en la Costa da Morte

Elegir entre el hotel O semáforo de Fisterra o el alojamiento del faro de Lariño es una disyuntiva complicada. El sonido del océano y el viento, un paisaje sobrecogedor y el silencio son los protagonistas en estas pequeñas y solitarias torres

Vista del hotel O Semáforo de Fisterra, en A Coruña.

En el maravilloso libro Breve atlas de los faros del fin del mundo, José Luis González Macías realiza un viaje geográfico y literario por los faros más aislados del planeta a partir de la recopilación de hechos reales, evocadoras cartas náuticas y curiosidades arquitectónicas. Compara a los faros con seres agonizantes: “Sus luces se extinguen, sus cuerpos se desmoronan y aunque muchos de esos centinelas siguen empeñados en cumplir la misión de alumbrar las aguas, hoy, las nuevas tecnologías de comunicación marítima hacen que su función sea cada vez más prescindible”. Siempre dependientes de la naturaleza, los faros que resisten desperdigados por las orillas del mundo son recuerdo de un tiempo en que lo técnico y lo heroico eran la misma cosa, de ahí que González Macías constate que “un faro es una forma de vernos reflejados, de cuestionarnos acerca de la soledad”.

En unos tiempos en los que nunca se había hablado tanto de desconexión y en los que tantos best sellers hablan de cambiar el chip y defienden el aislamiento como un bien muy preciado, tenemos suerte de que haya gente que apueste por dar nueva vida a estos elogios del retiro y del trabajo solitario. En Galicia, en la Costa da Morte, hay dos faros en los que se puede dormir emulando a aquellos seres silenciosos que protegían la vibración de una luz que guiaba a las embarcaciones.

El primero es O Semáforo de Fisterra, ubicado en ese lugar tan único y de peregrinaje ancestral que es Fisterra, entorno simbólico y arraigado a la cultura popular y viajera que aúna el temor y la fascinación. El hotel se ubica justo delante del faro propiamente dicho, en un edificio de 1843, patrimonio de Galicia, en su momento destinado a tareas militares (emitía señales marítimas a los barcos) y de telégrafos y su interior fue reformado por el arquitecto César Portela, autor también de esa gran obra de la arquitectura funeraria que es el cementerio de la localidad coruñesa.

Vista aéra de O Semáforo de Fisterra, un alojamiento en un faro en la Costa da Morte.

La torre del faro es de cantería y base octogonal, mide 17 metros y la bóveda cuenta con una linterna poligonal cuya luz, a 143 metros sobre el nivel del mar, llega a 23 millas náuticas. También llamado “el faro del fin del mundo”, se disfruta en cualquier momento del día, pero sus exteriores son especialmente reputados al atardecer. Eso sí, conviene saber que este es el segundo lugar más visitado de Galicia tras la catedral de Santiago, por lo que no son extrañas las aglomeraciones en verano. Teniendo en cuenta que el hotel abre todo el año salvo enero, para vivir una auténtica experiencia farera interesa aprovechar el otoño, el invierno y la primavera. Otro aliciente, no menos importante, es el nivel gastronómico de su restaurante. La calidad del producto da lugar a platos imbatibles como las croquetas de choco (muy conocidas) y las de carabinero, además de las supremas volandeiras, una variante de las zamburiñas.

Vista del faro de Fisterra, construido en 1853 a 138 metros sobre el nivel del mar, desde una de las habitaciones del hotel.

Al mando del alojamiento está Jacinto Picallo, que vino en 2016 para tres meses y aún no se ha ido. “El lugar es tan mágico que conquista desde el principio. Es un hotel que, con solo siete habitaciones [seis dobles y una individual], se abre más con el corazón que con la cabeza. Queríamos que fuera multicultural, con servicio de calidad en un punto muy concurrido. El objetivo es que el cliente pueda hospedarse en el fin de la tierra en habitaciones cómodas [tienen apertura con código, sin llaves] y con todas las necesidades cubiertas. No es un sitio solo para el turista. Aquí también viene gente para encontrarse a sí misma. Es un lugar emocional, buscado por las puestas de sol, amaneceres, de reencuentro de peregrinos, parejas que vienen a pedir la mano... En fin, es un lugar en el que cada día es diferente”.

Sobre el restaurante destaca el valor que se le da al producto: “Nuestra misión es proteger la identidad. Que la cocina nos represente, que se sepa que se está comiendo en Galicia. A veces algunos clientes preguntan por pizzas, bueno, pues aquí no hay pizzas, lo siento, aquí hay marisco gallego, huerta gallega, repostería gallega...”.

La terraza del restaurante del alojamiento.

En una noche de invierno, con temporal, cuando los latigazos del agua golpean con furia la ventana y el viento sacude su feroz aullido elevando el oleaje para que choque contras las rocas, es el momento ideal para abrir el libro de González Macías y, mientras cada medio minuto penetra el chorro de luz que emite el faro sobre la cama, leer el capítulo dedicado a Edgar Allan Poe. Antes de morir dejó a medias el que sería su último cuento, El faro, redactado en forma de diario. La trama transcurre en una remota isla de Noruega en la que años después del cuento de Poe se levantó el faro de Grip. En el anuncio para buscar farero se leía: “Para este trabajo se requieren nervios de acero”. Es con clima adverso cuando se entiende la vida de farero en una torre angosta. La inquietante convivencia con el ruido de los motores y de los vientos. Para Montaigne, que vivió años aislado en una torre escribiendo en silencio, la soledad aseguraba un instante de plenitud y el viaje era imprescindible porque nos mostraba la diversidad y la variedad del mundo, lo que obliga a la mente a observar constantemente cosas desconocidas y nuevas. Sí, viajar nos enseña “la otredad”, el enriquecedor encuentro con lo distinto. “A veces se va la luz, pero tenemos generadores”, advierte Picallo, “hay quien viene deseando que se dé el caso para vivir la experiencia del temporal”.

Una de las 'suites' del alojamiento O Semáforo de Fisterra (A Coruña).

En estos años, Picallo ha vivido experiencias de todos los colores. Hay un señor italiano que viene cada noche de Fin de Año a las once de la noche con un ramo de flores para su difunta mujer que deposita al día siguiente en la misma piedra. Hay una familia mexicana que cada Navidad concluye aquí el Camino. Hay un grupo de motoristas que cada primero de enero sale al amanecer desde el cabo de Creus, en Girona, para llegar aquí al atardecer. No obstante, la mejor historia que ha vivido es esta: “Hace tres años, a las diez de la mañana, llegó un hombre desde Barcelona y se sentó a tomar un café aquí dentro. A las 11.30 llegó un grupo de cuatro jóvenes de Toledo. No había nadie más, y me sorprendió ver que el hombre, de pronto, empezó a llorar muy nervioso. Le preguntamos qué le pasaba y si podíamos ayudarle. Nos dijo que no nos preocupáramos. Al cabo de un rato se puso en pie y se acercó al grupo de chicos que se divertían tomando algo. Cuando estuvo detrás de uno de ellos, dijo: ‘Martín’, y el chaval, al escuchar el timbre de voz, se giró y con la cara cambiada, tras unos segundos, dijo temblando: ‘Papá'... luego se sentaron a hablar y así estuvieron toda la tarde hasta ver juntos la puesta de sol. Luego supimos que llevaban 15 años sin comunicarse. El padre nos confesó que estaba haciendo el Camino para coger fuerzas y atreverse a hablar por fin con su hijo y pedirle perdón. Cada uno estaba en el Camino por una cosa distinta y aquí se encontraron. El hombre estaba muy enfermo, le quedaba poco de vida, pero al irse me dijo: ‘Ya me he curado”.

Salto farero a Carnota

El otro faro se encuentra a unos 45 kilómetros por carretera, en Carnota. Se trata del faro de Lariño, aún más salvaje porque se encuentra a los pies del océano. Esta linterna estaba en desuso y se ha rehabilitado como hotel de nueve habitaciones, esta vez sí, en el mismo faro.

Vista del faro de Lariño, a pie de playa, reconvertido en hotel.

Es una playa ideal para el surf (los surfistas profesionales Abel Lago y Guillermo Carracedo son de Lariño y de Louro). El visitante no solo se siente farero, también descubre que evadirse no cuesta tanto. Este es un faro de posicionamiento marítimo que vincula Fisterra y Corrubedo y cuya luz emite a 60 millas y servía de guía para los bajos marinos. Si uno no se encuentra a sí mismo aquí no lo hará en ningún lado. Todo es sosiego, todo es paz. Es recomendable realizar a pie la senda verde de cuatro kilómetros que conecta el faro de Lariño con el vecino pueblo de Lira. En Carnota está uno de los hórreos más grandes del mundo: tiene 34 metros de largo. También se pueden visitar las cercanas cascadas de Ézaro, famosas por ser las únicas que caen directamente al mar. Ariete es el nombre del bar del faro, donde se sirven unas conservas de altos vuelos. Es un homenaje a un barco de guerra de idéntico nombre que encalló en esta costa y a cuya tripulación salvó la gente del pueblo con cuerdas y cestos.

Una de las habitaciones del faro de Lariño, en la localidad coruñesa de Carnota.

Para disfrutar de esta doble experiencia farera nada como el Bono turismo de faros que permite reservar una noche en cada uno de ellos. Elegir es una disyuntiva complicada, pero la capacidad de evasión de Lariño son palabras mayores. Qué agradable sensación transmite el paseo solitario por la costa ante esta torre medianamente alta, con luz en su parte superior, que durante la noche sirve de señal a los navegantes y que tan bien se asocia a la conducta o al pensamiento. Incomprensible es nuestro espíritu, decía Beckett, a veces faro, a veces mar. La ubicación y la sensibilidad de un paisaje natural hecho simplemente de mar y de viento hace de esta una experiencia altamente solitaria. La noche como una dialéctica de temor y soledad. Decía Albert Camus que uno de los placeres mayores del viaje consiste en que un miedo vago se apodere de nosotros y sintamos un deseo instintivo de recobrar el amparo de los viejos hábitos. Es en esos momentos cuando somos febriles y a la vez porosos. El menor choque nos conmueve hasta el fondo del ser. En una cascada de luz cabe la eternidad. Hay temores, en fin, que nos abren las puertas del mundo.

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