Santa Rosalía, la ciudad francesa en medio del desierto mexicano
Hace siglos, las minas de cobre despertaron la codicia de los inversores extranjeros y por eso ahora, casi a la mitad de la península de Baja California, se puede visitar una localidad que parece detenida en el tiempo
Santa Rosalía es otro mundo dentro de otro mundo. Una vuelta de tuerca. Por eso, por exceso o por oposición, acaba rebajando la fantasía del resto de la mexicana península de Baja California. Rebaja la fantasía del desierto, lleno de plantas exóticas, y en algunos casos únicas, de esa zona. De los cirios, que crecen a veces en juegos de contorsiones hacia el suelo, y otras altos y delgados hacia el cielo, como una brizna de hierba mutante en un jardín de gigantes. De los cardones, una especi...
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Santa Rosalía es otro mundo dentro de otro mundo. Una vuelta de tuerca. Por eso, por exceso o por oposición, acaba rebajando la fantasía del resto de la mexicana península de Baja California. Rebaja la fantasía del desierto, lleno de plantas exóticas, y en algunos casos únicas, de esa zona. De los cirios, que crecen a veces en juegos de contorsiones hacia el suelo, y otras altos y delgados hacia el cielo, como una brizna de hierba mutante en un jardín de gigantes. De los cardones, una especie de cactus enormes; de los cactus más altos del mundo y más longevos, algunos llevan varios siglos sobre este trozo del planeta. De los correcaminos, que aquí no son de dibujos animados, son animales reales, aves muy ágiles que pueden correr a más de 20 kilómetros por hora. De las víboras de cascabel, del berrendo, de las ballenas y de un largo etcétera de animales y vegetales que, con suerte, se pueden ver si se baja por la carretera Transpeninsular, desde Tijuana, o si se sube desde La Paz o Los Cabos. Esta península es una de las zonas de México que más cuida su naturaleza, con una veintena de áreas naturales protegidas, entre reservas de la biosfera, parques nacionales, áreas de protección de flora y fauna, y santuarios.
Pero Santa Rosalía no es eso. Nos succiona desde ese espacio exterior y nos devuelve a una realidad por lo menos más urbana, aunque no por ello menos surrealista. Porque, aunque Santa Rosalía nos propulse fuera de este cosmos que es la península, tiene algo mágico, porque es algo extraño dentro de la extrañeza. Algo que llama la atención y que también es un poco extraterrestre a su manera. ¿Acaso no llama la atención un pueblo de arquitectura francesa en medio del desierto mexicano? ¿No es extraña una iglesia que se le atribuye a Gustave Eiffel tan lejos de Francia?
A esta pequeña localidad, de algo más de 14.000 habitantes, declarada monumento histórico a principios de los años ochenta, se llega dejando atrás el volcán Las Tres Vírgenes, unas pocas horas después de haber cruzado el límite entre el Estado de Baja California y el de Baja California Sur. Este último, según datos oficiales, es el Estado con la densidad de población más baja de todo México. En todo el territorio vive menos gente, por ejemplo, que en la norteña ciudad de Tijuana. Esos datos oficiales también dicen que casi un 2% de la población habla alguna lengua indígena, que algo más del 3% se reconoce como afromexicana o afrodescendiente, y que, de los residentes extranjeros, la mayoría son estadounidenses o canadienses.
Así que, aparentemente, nada que tenga que ver con los franceses. Entonces, ¿por qué es Santa Rosalía así? Es por sus suculentos yacimientos de cobre, que a finales del siglo XIX un ranchero descubrió por casualidad. El hombre quería encontrar un atajo para llegar más rápido desde su rancho hasta la costa y en su búsqueda se topó con un cerro lleno de una especie de terrones verdes. Eso cuenta Juan Manuel Romero Gil en El Boleo: Santa Rosalía, Baja California Sur, 1885-1954. El libro continúa explicando cómo la noticia voló y al poco tiempo llegaron unos mineros de origen alemán, que, con su sed de riqueza, en solo cuatro años agotaron la capa superficial del yacimiento y se marcharon. Pero empezaron a venir otros que fueron abriendo pequeñas minas. Hasta que, en 1885, banqueros de la Casa Rothschild —capitalistas europeos de origen judeoalemán— desembolsaron 12 millones de francos de la época y con eso fundaron la Compagnie du Boléo (Compañía El Boleo). Así, en esa zona mayoritariamente deshabitada y árida, se empezó a crear una colonia minera. Al principio trajeron a muchos trabajadores yaquis, población indígena de Sonora, que pasaban jornadas de 10 horas en las minas. La compañía se había comprometido por contrato con el gobierno mexicano de Porfirio Díaz a establecer allí a un mínimo de “dieciséis familias extranjeras y cincuenta mexicanas”, escribe Romero Gil. De esa manera comenzaron a edificarse casas, un ferrocarril, tuberías para llevar el agua y demás infraestructura.
Ahora, caminar por el centro de la ciudad es casi un salto en la geografía y en el tiempo, porque es como pasear por la Francia de hace siglos o por la actual Nueva Orleans, en EE UU, que también tiene una mezcla de pasado francés y español.
Muchas de las casas de Santa Rosalía siguen siendo de listones de madera, de colores claros, pastel, con un porche donde resguardarse del sol y tejados triangulares. Y en las calles hay puestos de tacos, tostadas y cócteles de marisco, perritos calientes, cafés y una panadería muy particular: El Boleo, donde en la pared de la entrada una frase en inglés hace de spoiler o de declaración de intenciones: “World’s famous bread since 1901″ (el pan mundialmente famoso desde 1901). Lo llamativo es que, aunque el texto está en inglés, el pan tan codiciado es francés, o por lo menos lo era en sus inicios cuando la compañía minera fundó la panadería, porque la repostería que allí ofrecían estaba hecha con ingredientes importados de Francia. Hoy todavía siguen vendiendo un tipo de pan que allí llaman francés, algo así como un pan de barra pequeño.
Aunque quizás lo más curioso de esa caminata por el centro es descubrir la iglesia de Santa Bárbara, donde a la entrada una placa anuncia que fue “diseñada en 1884 por Gustave Eiffel, construida en 1887. Expuesta en París en 1889 junto con la Torre Eiffel”. El edificio, con una estructura de hierro que realmente recuerda mucho a la torre Eiffel, se le atribuye al ingeniero francés, aunque no está demostrado. Pero sea como sea, solo por su singularidad vale la pena visitarla. Para completar el día, se pueden hacer visitas guiadas a las minas y terminar viendo el mar en un paseo por el puerto.
Entre aguas cristalinas y desierto
Santa Rosalía pertenece al municipio de Mulegé, sobre todo conocido por sus playas espectaculares, que quedan un poco más al sur, en Bahía Concepción. La mayoría son increíbles, aunque quizás hay dos que sobresalen: el Coyote y el Requesón. Allí las arenas blancas, las aguas cristalinas y los peces conviven con un paisaje semidesértico de cactus y otra vegetación similar, incluso con manglares, como es el caso de Requesón. Aunque pueda haber más gente en el lugar, se respira una calma acogedora.
En todos eses arenales se puede acampar por alrededor de 10 euros en autocaravana, como muchos estadounidenses y canadienses jubilados, o en tiendas de campaña bajo las palapas que hay allí instaladas. Pasar la noche en esos lugares y contemplar los paisajes vírgenes bajo el cielo lleno de estrellas es de fantasía. Pero lo más mágico es que es una fantasía real.
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