Maldivas, el lugar donde querrás que un día tenga 40 horas
Excursiones en bici, bucear entre mil peces de colores en las aguas del Índico, aprender a subir a un cocotero, ver una película en la playa y más placeres en la isla de Falhumaafushi
La República de Maldivas ocupa una superficie terrestre de solo 300 kilómetros cuadrados (la ciudad de Madrid, por ejemplo, tiene 600), repartidos entre 26 atolones que suman unas 1.200 islas, al sudoeste de Sri Lanka. Su capital, Malé, tiene poco más de 100.000 habitantes. Únicamente la sexta parte de sus islas está habitada. Además de su incuestionable belleza, de Maldivas destaca lo baj...
La República de Maldivas ocupa una superficie terrestre de solo 300 kilómetros cuadrados (la ciudad de Madrid, por ejemplo, tiene 600), repartidos entre 26 atolones que suman unas 1.200 islas, al sudoeste de Sri Lanka. Su capital, Malé, tiene poco más de 100.000 habitantes. Únicamente la sexta parte de sus islas está habitada. Además de su incuestionable belleza, de Maldivas destaca lo bajita que es. La altitud máxima es de 2,8 metros, enano récord que tiene Villingili, en el atolón Addu. En 1988 su Gobierno vaticinó que en 2018, por el calentamiento global, las islas desaparecerían; por fortuna, se equivocaba (al menos en la fecha).
A las Maldivas se va a descansar, a hacer submarinismo o bucear con tubo para ver peces de colores, tortugas, mantas raya y tiburones, a bañarse en unas aguas de unos azules hermosísimos, a pisar arenas blancas, a tomar cócteles en piscinas infinitas, a dar sentido a la bonita expresión italiana de il dolce far niente. El grueso de los turistas lo forman parejas, muchas de luna de miel, o familias con hijos. Reconozco que pensé, mientras planeábamos un viaje familiar de esos que se hacen una vez en la vida, que no íbamos a tener gran cosa que hacer, aislados en un hotel de una diminuta isla perdida en el Índico.
Sin embargo, tocarlas con el índice en un globo terráqueo me produjo una rara emoción. Llegar allí desde Madrid es un modesto atrevimiento: se emplea mucho tiempo, con escala de varias horas y cambio de avión en Abu Dabi, antes de llegar a Malé. Después, un vuelo doméstico, en mi caso a la isla de Kooddoo (convendrán conmigo en que es un nombre bastante mágico), viendo por la ventana del avión los atolones, con sus islas de arenas blancas y frondosa vegetación, la laguna interior de un azul turquesa que se oscurece más allá del anillo de coral. Ibn Battuta, el gran viajero tangerino, no pudo elegir mejor sitio para refugiarse tras ser destrozados sus barcos por un huracán.
Y aún no habíamos acabado: en Kooddoo, en el atolón Gaafu Alifu, faltaba por subirse a una lancha en dirección a Falhumaafushi, la isla en la que está el hotel The Residence, muy semejante al resto, donde, pese a estar en un país musulmán donde rige la sharía, la ley islámica, las costumbres occidentales se permiten: ir en biquini o beber alcohol, por ejemplo (solo viable en las islas con resorts para extranjeros). Para quienes elijan viajar de una forma más aventurera, desde 2008 es posible, pues en ese año se permitió a los maldivos abrir casas de huéspedes.
Nos hospedamos en un palafito, una villa sobre pilotes sencilla y bonita, con la sensación de estar solos: las otras estaban lo suficientemente alejadas como para ello. La impresión nada más entrar, muy espaciosa, con enormes ventanales, vistas al cielo y al mar, terraza de madera, piscina privada y escaleras para bajar a las claras aguas del lagoon, fue inmejorable.
Recuperados de ese primer golpe de belleza casi stendhaliano, estudiamos los planos y las posibilidades que ofrecían las dos islas del complejo hotelero, Falhumaafushi y Dhigurah, conectadas por un largo y estrecho puente de madera. Spa, gimnasio, centro de buceo y de deportes, cuatro restaurantes distintos, con variada comida internacional y uno de ellos repetido en las dos islas, el Beach Bar, con piscina infinita, playa y coctelería, e incluso un club para niños. Entre las actividades programadas, yoga, ajedrez, coctelería o aprender a subir a un cocotero. No tuvimos tiempo para nada de eso. Sí pretendimos, una noche, ir al cine al aire libre, en el Beach Bar. Ilusos: una muy numerosa familia india tenía diferente plan en el mismo sitio. Bullangueros, no nos dejaban escuchar, pasaban por delante tapándonos la pantalla, e incluso unos niños, un par de tumbonas más allá, ponían su mano delante del proyector. Al principio me irrité. Luego me reí, reconociendo mi error. No era un sitio para ver una película.
Entre comer, bañarnos en la piscina particular o en la de cualquiera de los chiringuitos mientras nos atormentaba la duda existencial de si pedir un mojito o una piña colada, jugar al billar, desplazarnos de un sitio a otro y de una isla a otra en bicicleta, o en uno de los coches eléctricos del resort conducido por un amable chófer (esa sensación de amabilidad se incrementa con el saludo: una leve inclinación de cabeza a la vez que la mano derecha se lleva al corazón), el tiempo pasaba volando. Eché en falta días de cuarenta horas.
Y todo eso sin contar con el esnórquel. Con máscaras provistas de tubo, con unas aguas transparentes y a una temperatura que permite estar en ellas el tiempo que se quiera, otro momento importante era el de decidir dónde ir a ver peces, tortugas y pequeños tiburones: ¿frente al Beach Bar o frente al centro de buceo de Dhigurah? Opción que, con el paseo en bici, hermoso y divertido —¡ese larguísimo puente con los increíbles azules a cada lado!—, me permitía creerme que quemaba las suficientes calorías como para merecerme otro mojito. O, desde la villa, nadar apenas 10 metros para empezar a ver decenas de variedades de peces, el pez ballesta, la castañeta del Índico, el ángel emperador, el cirujano azul, y muchos más, mezclando azules, amarillos, naranjas, blancos, rojos, y allí, en la oquedad de una roca, dos langostas.
¿Poco que hacer? Tuve que reconocer cuán equivocado estaba mientras bebía un café en la tumbona de la terraza, y seguía la aleta de un tiburoncito o la sombra de una tortuga, atento para no perderme esos pocos segundos en los que las tortugas sacan la cabeza para respirar. Si el paraíso existe (olvidemos lo que pueda haber detrás del espejo) debe de ser algo parecido a esto, pensé, dejándome acariciar por la brisa.
Eso sí, con días de cuarenta horas.
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