Por las nobles termas de Bohemia occidental, donde hay que pasear con un vaso en la mano
Una ruta por las exquisitas ciudades termales y balnearios de esta región de la República Checa al oeste de Praga, de la melancólica Marienbad a la esplendorosa Karlovy Vary con parada en Františkovy Lázně
Mariánské Lázně en checo, Marienbad en alemán, es aún el triunfo del agua termal. La que cura tedios y mejora dolencias. Este balneario, célebre desde su fundación a principios del siglo XIX, se enclava en la Bohemia occidental checa (unos 170 kilómetros al oeste de Praga), una región de los Sudetes que fueron anexionados por los nazis en 1938, un prólogo de la II Guerra Mundial. Hoy casi medio centenar de sus fuentes siguen man...
Mariánské Lázně en checo, Marienbad en alemán, es aún el triunfo del agua termal. La que cura tedios y mejora dolencias. Este balneario, célebre desde su fundación a principios del siglo XIX, se enclava en la Bohemia occidental checa (unos 170 kilómetros al oeste de Praga), una región de los Sudetes que fueron anexionados por los nazis en 1938, un prólogo de la II Guerra Mundial. Hoy casi medio centenar de sus fuentes siguen manando impertérritas.
La edad dorada de Marienbad fue bajo el Imperio Austrohúngaro. Ese añejo envoltorio queda en sus edificios de color pastel y sus pabellones para alojar fuentes, y donde se llenan los vasos con aguas de fuerte sabor y calor, aparte de sus potenciales beneficios para el aparato digestivo y locomotor, entre otros. Los tratamientos se dan en los hoteles, algunos tan puestos como el Nové Lázne Health Spa. Se enorgullecen de ofrecer su Cabina Real, usada por Eduardo VII de Inglaterra. O de la Cabina Imperial de Francisco José I, ubicada entre soberbias columnas de mármol. La impresión es que ahí no hay achaque que se resista.
Asiduos de las termas de Marienbad fueron también Nicolás II, zar de Rusia, y Chopin y Wagner. Por supuesto, Goethe fue un pionero en el goce termal. Luego vendrían tanto el escritor norteamericano Mark Twain como el ruso Máximo Gorki. Incluso fue el balneario favorito de rabinos jasídicos de media Europa. Nadie podía barruntar que fuese a suceder algo como el Holocausto.
Tras la II Guerra Mundial cambió la clientela, con nombres como el general Patton o Winston Churchill. Y luego vinieron los dirigentes de Checoslovaquia y otras repúblicas socialistas. Amén de gente aficionada a un termalismo elegante.
Marienbad era el lugar ideal no solo para tomar las aguas, sino para disfrutar de la huidiza belleza de su entorno. La película de Alain Resnais El año pasado en Marienbad (León de Oro en el Festival de Venecia de 1961) tenía un argumento casi cuántico. A, M y X, una mujer y dos hombres, podían estar o no en Marienbad, o haber estado, o hacerlo en un futuro próximo. Y el marco eran largos corredores y jardines tan impolutos como un cuadro de Magritte. Para colmo, nada de esa película se filmó en la Marienbad real, sino en Nymphenburg y otros castillos de los alrededores de Múnich.
Hoy en su gran parque urbano, no exento de robles centenarios, surge la Fuente Cantarina, con sus chorros que bailan en las horas impares. Al lado se abre la fastuosa columnata Gorki, una especie de catedral rectangular y acristalada donde casi no queda un espacio sin un arco, una columna, un fresco. Tiendas, terrazas interiores y bandas musicales amenizan ahí las tardes de quienes descansan de tomar agua mineral.
En una sala de sal en Františkovy Lázně
Seguimos en tren por esta Bohemia y nos apeamos en Cheb (Eger en alemán), una ciudad de origen medieval que fue sede de distrito de los Sudetes en tiempos nazis. Desde ahí no se tarda ni media hora en taxi en llegar a Františkovy Lázně, o Franzensbad, los baños o termas de Francisco —por el emperador austríaco Francisco José I—. La calle mayor de este pueblo balneario es peatonal y en su costado derecho se extiende el gran jardín donde se van alternando las fuentes albergadas en pabellones acristalados. Casi siempre son de aguas calientes y de alto contenido carbónico. La gente llena sus vasos en unos grifos de bronce y parece feliz. Como lo sería en su época el propio Beethoven, músico que ahora da nombre a un céntrico restaurante. En tiempos más recientes se supone que Milan Kundera ambientó aquí su novela La despedida (1972), con personajes como sumidos en un postrer vals.
Este pueblo tan discreto apenas dista una decena de kilómetros de la frontera alemana. Y aquí se forma una especie de triángulo con los länders de Baviera y Sajonia.
Franzensbad tiene una estatua que es como su tótem: representa a un niño desnudo que lleva un pez en sus brazos. No se trata de una fuente, como el Manneken Pis de Bruselas. Aquí, especialmente las mujeres, tocan la estatua a la que se le atribuyen concesiones de fertilidad. Incluso le ponen ofrendas de flores.
Al final de su gran Parque abre el Aquaforum, un edificio moderno que aloja una piscina municipal con toda clase de chorros. En los pisos superiores se administran los más variados tratamientos. Lo que no dan aquí son aguas radiactivas con radón, especialidad de Jáchymov, otro balneario bohemio. Pero no falta la turba ―raselina en checo―, ese esponjoso carbón, casi como fango, abundante de los bosques y pantanos que posee, aparte de minerales, una buena conductividad del calor. No es preciso embadurnarse. Meten la turba en bolsas de plástico enchufadas a la red eléctrica que después aplican sobre los codos, rodillas u otros puntos dolientes de la persona.
También disponen ahí de una sala de sal. Las paredes salinas exudan levemente y hace fresco, pero dan una manta para tumbarse vestido en una hamaca, en medio de una penumbra que tiene el silencio garantizado.
La imponencia balnearia de Karlovy Vary
Karlovy Vary en checo (Karlsbad en alemán), las Termas de Carlos, se lleva la palma en imponencia balnearia. Su nombre es por Carlos IV, emperador del Sacro Imperio Germánico, quien fundó la ciudad en 1350. Con el tiempo, y gracias a sus aguas termales, se convirtió en una de las villas centroeuropeas más distinguidas. Llegó a decirse que en Karlsbad hasta los caballos llevaban sombrero. Aunque fuesen los percherones que tiraban de las calesas en su paseo junto al río Teplá. Hoy se ve bien la armonía arquitectónica de la ciudad cogiendo el funicular que sube hasta la Torre de Diana.
Abajo, incluso en pleno centro, está el tesoro de sus aguas termales. Trece son sus fuentes principales, aparte de tres centenares de manantiales pequeños. La Columnata del Mercado, un edificio porticado y con filigranas de hierro pintado de blanco, aloja fuentes notables. La Pramen Karla IV (Fuente de Carlos IV) mana a 63°C. No hay problema porque a pocos metros sale el agua de la Fuente Trzní a 61°C, y también está el más moderado grifo de la Fuente Zemecky Dolní, a 55°C. Tanto ahí como en otras columnatas céntricas, como la del Molino o la del Parque, la gente va a llenar sus recipientes de agua sana y sin pagar ni una corona checa.
Hay tal abundancia que la cortesía municipal se estira hasta la Fuente Vridlo, cerca de la iglesia barroca de Santa María Magdalena. Siempre que funciona, sus aguas salen a 73°C. Y con chorros que fluyen a una media de 2.000 litros por minuto y saltan hasta los 12 metros. Muchos ciudadanos van a sus fuentes con un pitko, una especie de pequeño botijo de porcelana con un largo y ondulado pitorro. Un instrumento que cabe en el bolsillo.
Siempre quedan cerca los establecimientos balnearios propiamente dichos. Casi no hay hotel bueno que no tenga su spa. Y un ejemplo de spa público es el edificio Lázně II, convertido en hospital de campaña durante la II Guerra Mundial, y luego en sala de conciertos.
En verano, aquí también se toma el sol. Se llenan las filas de hamacas del parque orientadas hacia el astro rey para conseguir vitamina D. Pero tampoco se desdeña el agua que lleva la cerveza. Al menos en el balneario Pvni Lázně proponen baños en el preciado pan líquido de Bohemia.
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