De ruta por los desconocidos paisajes de la Brière
Las segundas marismas más importantes de Francia, una travesía a bordo de un clásico ‘chaland’ o un coqueto hotel con restaurante con estrella Michelin esperan en este rincón casi desconocido del país galo
Si todo viaje, en un principio, consiste en colocarnos frente a lo antes nunca visto y en llevar a cabo una inmersión en una escenografía y un tiempo atmosférico desconocidos, paisajes como el de la Brière se ajustan a ese sentido y permiten, además, la posibilidad de observar la vida en una dinámica lenta y convincente dentro un mundo que va a otro ritmo. El hecho de que este sea un rincón prácticamente desconocido, incluso para muchos franceses, alimenta el aura de secreto que la acompaña.
La Brière es un parque natura...
Si todo viaje, en un principio, consiste en colocarnos frente a lo antes nunca visto y en llevar a cabo una inmersión en una escenografía y un tiempo atmosférico desconocidos, paisajes como el de la Brière se ajustan a ese sentido y permiten, además, la posibilidad de observar la vida en una dinámica lenta y convincente dentro un mundo que va a otro ritmo. El hecho de que este sea un rincón prácticamente desconocido, incluso para muchos franceses, alimenta el aura de secreto que la acompaña.
La Brière es un parque natural situado a una hora en coche de la ciudad de Nantes y a bastante menos de Saint-Nazaire. No es, como se suele decir, único, pero sí casi único, porque La Grande Brière son las segundas marismas más importantes de Francia (después de La Camargue), declaradas parque nacional en 1970. Tras los diques formados por aluviones en el río Loira, una inmensa turbera (que contiene turba, material orgánico de color oscuro y rico en carbono) dejó emerger siete islas que albergan una gran diversidad de fauna y flora, el refugio ideal para más de 150 especies de pájaros. Pequeño rincón acuático en permanente evolución, la Brière se ha conservado gracias al empeño de generaciones de briérons que han hecho de ella su medio de supervivencia. Hoy, este humedal figura entre los más ricos biológicamente de Europa.
Para observar con altura de miras este paisaje al margen de los mapas, la naturaleza como un museo, y hacerse una pronta composición de lugar, conviene subir al mirador del puerto de Rozé: Le Belvédère. Desde él se percibe la formación del parque natural, la ubicación de pueblos típicos como Saint-Joachim o Saint-Malo-de-Guersac (con viviendas reconocibles por su estética tradicional), y se entiende por qué los animales vienen aquí a pasar temporadas como quien va a un resort de lujo discreto a renovarse.
Para tomar contacto con los canales de la isla de Fedrun lo suyo es un recorrido en chaland (hay que recordar el nombre, se refiere a las barcas tradicionales, las únicas toleradas; cada casa, al final del patio o jardín, debe tener una, como mínimo, para poder desplazarse) con Michel Moyon (0033 660 12 65 01), autóctono de la zona, entusiasta defensor de la forma de vida secular que, además, instruye al visitante en la realidad de la Brière. Mientras rema y señala dónde hay que mirar en cada momento, explica los usos de los roseaux phragmites (cañas y juncos) que servirán en invierno para cubrir las casas, o que la anguila es el pescado base, como también lo son la perca, la trucha y el esturión. Por supuesto, también habla del valor del espíritu colectivo que reina en la Brière, ya que de las 2.200 hectáreas 7.600 son colectivas. Este es, pues, uno de esos lugares que generan sentimiento de pertenencia.
Aquí todo gira en torno a la calidad de este agua dulce y la clave es renovarla, para lo que se aprovecha la amplitud de la marisma, cuyos juegos de reflejos con la luz natural son cambiantes y, francamente, dignos de fotografiar con la cámara o con la mente. Navegando en chaland se tarda poco en empatizar con este universo tan particular. Mientras el viento mece las largas hojas de las cañas, regresan versos de Wislawa Szymborska: “Sé que mi tristeza no frenará la hierba, si los tallos vacilan será solo por el viento”. O de Emily Dickinson: “La hierba ha de hacer tan poco… ¡Ojalá fuese brizan de hierba!”. Nenúfares y lirios marcan los canales periféricos (curées) y los estanques (piardes). El silencio reinante permite la aproximación de numerosas especies de aves que viven junto a las orillas: espátulas, garzas, martinetes, aguiluchos laguneros… que son al cabo igual de anfitriones que Moyon.
Las marismas están presentes en la vida cotidiana de la Brière: no solo las cañas cubren los techos de las casas cuyos muros gruesos combinan la piedra con la tierra, también la turba puede usarse como combustible y para ahumar alimentos. Además, dará lugar a la morta, madera con la que distintos artesanos fabrican objetos como plumas estilográficas, cubiertos o piezas de ajedrez. Las cabañas con techo de paja perpetúan la tradición y revelan una arquitectura original y centenaria. Se cuentan unas 3.000 cabañas, pero quizás la aldea que mejor habla de ello es Kerhinet, que reúne una veintena restauradas y que, ancladas a las raíces, desafían con gusto la banalidad arquitectónica.
Recorrer la Brière en chaland, pero también a pie o en bicicleta, genera incluso cambios en el estado de ánimo. Es difícil no caer en la tranquilidad que transmite. El carácter de los paisajes, a ratos dramáticos, a ratos cálidos, remite a otras formas de vida y manifiestan las profundas diferencias entre nuestro hogar y el prado ajeno (siempre más verde, claro), las formas de vida ancestrales y detalles en suspensión. Este paisaje influyó tanto en la mirada de Alphonse de Chateaubriand que le dio para escribir un libro titulado La Brière (premio de la Academia Francesa) en el que se lee: “Era ella: diez mil hectáreas de silencio y desnudez, un enorme loto azul floreciendo en medio del circo de la atmósfera”.
En cualquier caso, si hay un creador que viene a la memoria aquí es Olivier Messiaen, compositor determinante del siglo XX cuya pasión, además de un profundo sentido de la religiosidad, fue la ornitología. Dedicó años a tratar de pintar la música con colores y con cantos de especies de pájaros (para él, los mejores músicos), buscando y registrando conciertos por bosques cercanos a París y en sus viajes. Le debemos, entre otras, la obra maestra que es Cuarteto para el fin de los tiempos, compuesto tras ser capturado por el Ejército alemán en junio de 1940 y caer preso en un campamento para prisioneros de guerra. De camino a la celda, Messiaen le mostró al clarinetista Henri Akoka los bocetos de lo que sería Abîme des oiseaux. Como el violinista Jean le Boulaire y el chelista Étienne Pasquier se contaban también entre los reos, tras obtener papel y lápiz de un guarda, Messiaen pergeñó un pequeño trío para ellos que luego, con él al piano, devino en el Cuarteto para el fin de los tiempos, composición estrenada de forma dramática en el exterior del mismo campo de Gorlitz, con instrumentos desvencijados y ante una audiencia de 400 cautivos y bajo la lluvia el 15 de enero de 1941. Al respecto, Messiaen recordaría: “Nunca fui escuchado con tan profunda atención”.
La obra consta de ocho movimientos y refleja su militancia en el catolicismo y su obsesión por el canto de los pájaros como material sonoro. Ya en el prefacio Liturgia de cristal se dibuja el despertar de los pájaros a las cuatro de la mañana, que ganarán presencia en El Abismo, movimiento en el que, aparte de imitar los patrones rítmicos de la alegría de los animales, Messiaen incluyó cantos verdaderos grabados, un procedimiento que con el tiempo terminaría manejando con excelencia.
Para que el idilio con el entorno y los pájaros sea mayor no hay lugar más adecuado que La Mare Aux Oiseaux, hotel y restaurante con estrella Michelin del chef Eric Guérin, cuyo menú degustación es un reflejo del paisaje de la Brière y cuya estancia supone entrar en otra dimensión. Sus creaciones son viajes a lo nunca probado, por eso llegan hasta aquí gastrónomos de todo el mundo. Hay que querer mucho a un lugar para instalarse en él de esta manera tan definitiva y entusiasta. Guérin creció en Giverny y desde pequeño sintió curiosidad creciente por las aves y sus flujos migratorios. Ha recorrido el planeta para estudiarlas y para darse cuenta de que su lugar en el mundo era este. “Mi padre me traía aquí cuando era niño, me explicaba que este lugar escondido de Francia se parecía a África, a Asia, a todos lados, aquí las estaciones son muy marcadas y las marismas cambian cada día de color, de luz, de nivel de agua, de color, de vegetación. En primavera es tan verde que parece Vietnam, en invierno todo se dora y parece África, en verano se cubre de vegetación y parece el trópico... En la comida busco las emociones de la Magdalena de Proust, el regreso a la infancia, porque las emociones abren puertas a los recuerdos”, cuenta después de la cena.
Él solo trabaja con productores locales, cree en el espíritu comunitario de la Brière. La mejor representación de lo que es este lugar se encuentra en sus platos. Su menú cambia cada 15 días en función de lo que hay en los campos. “Antes de la covid esta era una casa de viajes, decorada únicamente con cosas que traía. Durante el confinamiento cambié de hábitos. Ahora el viaje es interior, antes usaba productos japoneses y cosas que había probado, ahora todo es local. Obviamente los platos siguen llenos de imágenes de viajes, pero creados desde la cercanía. Esta es una casa en la que cuando entras te tienes que olvidar de todo y concentrarte en el jardín, en el arte, en los animales, en el agua, en la comida. Es una isla en la isla”. No le falta razón.
Las habitaciones (solo hay 15, un detalle), cabañas de lujo discreto en plena naturaleza, mantienen el ambiente refinado del restaurante. El silencio de la noche tiene el peso justo y permite al sueño seguir un camino sin ningún tipo de estridencias que solo se verá interrumpido por el canto alegre de los pájaros al amanecer. Es entonces cuando uno abre encantado la ventana y graba el concierto y hace un Messiaen convencido de asistir a algo único. Conforme crecen los ritmos melódicos, el júbilo desmedido por comunicarse entre ellos, la ilusión de estrenar un nuevo día, el viajero siente que va madurando la mímesis con el entorno de tal manera que no pasaría nada si algo le impidiese salir de aquí.
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