El champiñón es la variedad de seta más comercializada. Es blanco, pequeño y su nombre científico es Agaricus bisporus, de la familia de las agaricaceas. Hechas las presentaciones, un poco de ciencias naturales para conocer sus tres partes: el sombrero, que es la parte carnosa de arriba; el pie es el cilindro que ejerce de tallo; y el himenio, que son esas laminillas radiales bajo el sombrero. Por simplificar: todo se come, siempre que esté limpio. En los últimos años se está incorporando con bastante éxito la variedad Portobello (el champiñón marrón). Nutricionalmente es muy parecido al blanco, pero con un sabor más intenso.
Su cultivo para el consumo arranca en Francia a principios del siglo XX. Un sistema lúgubre que aún perdura: en lugares oscuros y húmedos, como cuevas o sótanos, rodeados de estiércol de caballo y a una temperatura entre 12 y 18ºC. Actualmente, para evitar infecciones, se sustituye el estiércol por otras mezclas higienizadas con residuos agrícolas. Se trata de un cultivo muy agradecido. O como dicen los agricultores, altamente productivo: en apenas tres o cuatro semanas pueden llegar a obtener tres kilogramos de champiñones por metro cuadrado de lecho.
Aunque están disponibles durante todo el año, su temporada real es la primavera. El champiñón se puede encontrar fresco o en conserva. Una manera de añadir matices frescos, casi térreos al plato, es incorporarlos crudos a las ensaladas. Otra opción es darles un simple paseo por la sartén y ya se dispone de un aperitivo delicioso, solo o arropado por tacos de jamón. También pueden formar parte de cremas, salsas, tapas, menestras, tortillas y guarniciones.
Antes de comer, límpialos bien
A simple vista es fácil reconocer los champiñones más lustrosos. Deben estar blancos, secos y firmes. Cuando empiezan a aparecer manchas oscuras sobre el sombrero es señal de que empiezan a deteriorarse. Lo mismo si al tacto están algo pegajosos, señal de que empieza a aparecer moho. Por su tendencia a enmohecerse, una vez en casa hay que guardarlos en la nevera dentro de una bolsa de papel, nunca en plástico.
Que estén en buen estado no significa que vayan exentos de arenilla y otros restos del terreno donde se cultivaron. Lo primero es limpiarlos. El primer paso es cortar la parte inferior del pie, que donde se acumula la mayor parte de la suciedad. Para el sombrero, lo suyo es echar mano de un cepillo o brocha muy suave y rascar minuciosamente los restos de arena hasta dejarlo impoluto. Hay hasta cepillitos específicos para esta tarea. En caso de ir con prisas, se pueden meter bajo el chorro del fregadero y eliminar la suciedad con la mano. No es la mejor opción, ya que absorberán agua que puede provocar que el guiso acabe en un desastre aguado. Para evitarlo en lo posible, hay que dejarlos secar en un trapo o retirar toda la humedad posible con un papel de cocina. Otra opción in extremis es tirar de la centrifugadora de verduras.
El exceso de agua es el peor enemigo de los champiñones. No se han de poner nunca en remojo: absorberán agua y, al echarlos en la sartén, aquello se convertirá en una sopa irredenta. En cualquier caso, al cocinar es recomendable hacerlo a temperaturas medias y altas para que cualquier exceso de agua se evapore rápidamente y los champiñones queden dorados. De lo contrario, o se cuecen o acaban por quedarse resecos.
Come hasta hincharte por muy pocas calorías
El 91,4% de un champiñón es agua. Solo aporta 26 kilocalorías por cada 100 gramos. Es, por tanto, uno de los bocados más recomendables para quienes desean ver abundancia en el plato, pero no quieren enemistarse con la báscula. Y más teniendo en cuenta su contenido en fibra (2,5 gramos), que aporta sensación de saciedad, un dato a tener en cuenta cuando el problema en una dieta es la sensación de ‘quedarse con hambre’.
El principal micronutriente del champiñón es la niacina o vitamina B3 (4,6 mg), necesaria para el metabolismo energético normal y encargada de reducir la sensación de cansancio. Una ración de 150 gramos cubre aproximadamente el 70% de las necesidades diarias de un adulto para esta vitamina. Además, aporta también el 44% de las recomendaciones diarias para un adulto de riboflavina o vitamina B2 (0,62 mg por ración), la cual influye en el metabolismo del hierro y el mantenimiento de la visión en condiciones normales. En cuanto a los minerales, destaca la presencia de potasio (700 mg/ración) y fósforo (173 mg/ración), el 35% y el 25% de las ingestas recomendadas para un adulto. El primero contribuye a mantener la presión arterial en niveles normales, mientras que el segundo es clave para la salud de los huesos y los dientes.
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