Columna

Las crisis financieras empiezan con naderías

Siempre son consecuencia de una quiebra de confianza; y cuando se encienden las alarmas, sería ingenuo y estúpido ignorarlas

Un panel muestra la evolución del Ibex 35 en el Palacio de la Bolsa en Madrid. JAVIER LIZÓN (EFE)

Una cosa es que los mercados hayan sobrevalorado el impacto del coronavirus y que, atenazados por una histeria irrazonable, hayan comenzado una carrera bajista del todo desproporcionada, ilógica y alarmista.

Otra cosa es que esa reacción, por desmedida que sea, no pueda alumbrar por sí misma una crisis financiera de aúpa.

Cuando la semana pasada coronó las peores evoluciones desde la Gran Recesión en muchos parámetros, la caída del precio del petróleo en más de un 13,5%; desplomes de las Bolsas entre un 10% y más de un 12%; una afectación directa de los países desarrollados por v...

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Una cosa es que los mercados hayan sobrevalorado el impacto del coronavirus y que, atenazados por una histeria irrazonable, hayan comenzado una carrera bajista del todo desproporcionada, ilógica y alarmista.

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Otra cosa es que esa reacción, por desmedida que sea, no pueda alumbrar por sí misma una crisis financiera de aúpa.

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Cuando la semana pasada coronó las peores evoluciones desde la Gran Recesión en muchos parámetros, la caída del precio del petróleo en más de un 13,5%; desplomes de las Bolsas entre un 10% y más de un 12%; una afectación directa de los países desarrollados por vez primera en una convulsión sanitaria; el impacto en algunos servicios —turismo— y no solo en la producción industrial... cuando se encienden todas esas alarmas, sería ingenuo y estúpido ignorarlas.

Porque las grandes crisis financieras suelen empezar con mucho menos. Con naderías. Así ocurrió con la primera de las estudiadas en la época moderna, la de los tulipanes, que sucedió en los años treinta del siglo XVII, en los Países Bajos.

Aquel primer derrumbe sucedió cuando un inocente marinero se zampó un bulbo de tulipán en el puerto de Ámsterdam: tenía apetito y lo confundió con una sabrosa cebolla. Los bulbos valían un potosí, eran objeto favorito de especulación en el comercio intercontinental. La digestión de un ejemplar de ese preciado activo se trasladó de inmediato a los pujantes mercados financieros centroeuropeos, al despertar una súbita inquietud sobre la vulnerabilidad de su base material comercial.

También la última gran crisis bancaria española empezó en 2009 con el estallido de una de sus entidades más pequeñas e irrelevantes, la Caja Castilla-La Mancha. Encharcada en la burbuja inmobiliaria, ahíta de riesgos, agente de una meteórica expansión industrial y mecenas de un aeropuerto imposible, aquel talismán de un cutre socialismo meridionalista abrió la veda de las otras crisis embalsamadas.

Las grandes crisis económicas son siempre de naturaleza financiera, aunque empiecen por los tulipanes, las puntocom o la hipotecas subprime, porque son las finanzas el plinton sobre las que se multiplican y el lugar donde cristalizan. Y empiezan siempre con una quiebra de confianza, la argamasa vital del mundo financiero. Detectan y denotan un problema mayor, antes minusvalorado o no desvelado. Es lo que puede estar sucediendo ahora mismo con el bicho del coronavirus.

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