Columna

Mentirosa

Sigue viva la idea de que ellos supuestamente buscan sólo un revolcón y ellas supuestamente buscan amor total

El músico brasileño Hermeto Pascoal.

El otro día, en una cena, alguien sacó un tema que siempre —y más a estas alturas— me produce ganas de salir corriendo, o de gritar, o de quedarme muda: la forma en la que hombres y mujeres se relacionan entre sí. Ellos, supuestamente, buscando sólo un revolcón; ellas, supuestamente, buscando amor total. Elegí quedarme muda y recordé. Era una playa de Alagoas, Brasil. Habíamos llegado temprano para estar cerca del escenario. Empezaban los noventa y yo nunca había escuchado a Hermeto Pascoal, pero por esos días cualquier plan me hubiera venido bien. Escuchar canto gregoriano, vivir en una carpa...

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El otro día, en una cena, alguien sacó un tema que siempre —y más a estas alturas— me produce ganas de salir corriendo, o de gritar, o de quedarme muda: la forma en la que hombres y mujeres se relacionan entre sí. Ellos, supuestamente, buscando sólo un revolcón; ellas, supuestamente, buscando amor total. Elegí quedarme muda y recordé. Era una playa de Alagoas, Brasil. Habíamos llegado temprano para estar cerca del escenario. Empezaban los noventa y yo nunca había escuchado a Hermeto Pascoal, pero por esos días cualquier plan me hubiera venido bien. Escuchar canto gregoriano, vivir en una carpa, trepar un volcán. Ya saben cómo es, y ni siquiera es amor: es una suerte de enajenación, una avidez animal, bruta. Estábamos con amigos suyos —él era local, yo no tenía amigos en el área— y pasamos horas conversando, esperando que empezara el recital. En algún momento, empezó. Hermeto es un músico sofisticado, talentoso. Aquel día apareció en el escenario con una tetera y un palito. Seguramente había más cosas: yo sólo recuerdo la tetera y el palito porque fueron los instrumentos de mi flagelación. Siguieron dos horas de una música hecha de retazos, ruidos digestivos, gorgoteos. A mi alrededor, todos parecían embelesados. Yo escuchaba esa música —el sonido de la indiferencia o la locura— sintiendo la agonía del aburrimiento, y tuve un despertar súbito bajo la forma de pregunta ardiente: “¿Qué estoy haciendo acá?”. Entonces él —ya saben, ni siquiera es amor— me preguntó, sonriendo: “¿Te gusta?”. No estábamos ahí construyendo el futuro. Yo sólo quería pasar unos cuantos días más bajando al mar de noche, comprándole ostras al viejo de la playa, nadando en la encantadora superficie de la vida. Así que lo miré, sonreí y, con mis mejores colmillos, le dije: “Me encanta”.

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