La fascinación que nos sugieren desde siempre los clubes de jazz radica en que la magia acontece delante mismo de nuestras narices. Y asistir tan de cerca a un embrujo constituye un privilegio. Pueden suceder muchas cosas hermosas encima de un escenario, y bueno es retenerlas en la memoria como instantáneas de nuestro periplo vital, pero la presencia en él de un hombre como Ron Carter sobrepasa los parámetros de lo estrictamente bello. Es, además de hermoso, conmovedor: hay tanta sabiduría acumulada en esas manos que merecería la pena alcanzar la condición de abuelo solo por tener ocasión de rememorar la vivencia, si para entonces las generaciones sucesivas son lo bastante generosas como para escucharnos.
A veces hablamos de leyendas con más retórica que fundamento. Malbaratamos el término, se lo adjudicamos al primero que pasaba por ahí. Amigo Carter: leyenda es usted. Este señor de Michigan demostró este jueves 30 de mayo en el Café Berlín que lo suyo es magisterio y aureola. Porque no abrazaba el contrabajo solo como quien vuelve a consumar un amor ininterrumpido durante 60 años, sino que dejaba en el aire el poso intangible de la historia. La certeza de que asistíamos no solo a un recital, sino a un acontecimiento. A un punto y aparte.
Son las ventajas del club, como decíamos. Y un programa como el de este Ciclo 1906: Música para inmensa minoría propicia el ritual de los lazos estrechados. Podría haber llenado Ron Carter un bonito teatro, que para eso es objeto de devoción entre jazzistas de vieja escuela y jóvenes estudiosos de la música que sacudió como ninguna otra el siglo XX. Pero no, prefirió programar dos pases consecutivos, puesto que en el Berlín apenas hay espacio para 200 espectadores y la demanda entre la “inmensa minoría” se dispara en estos casos. Dos conciertos del tirón -quizá por aquello de sobrepasar la franja horaria del Round midnight- a cargo de un prohombre incorporado al club de los octogenarios. ¿Algún problema? No. Ninguno en absoluto.
Así son las reglas del magisterio carteriano, un ideario que ojalá no se extinga jamás. No existen conciertos de primera y segunda, sino solo un compromiso irrenunciable con la obra propia y con el espectador de cualquier condición que acude a paladearla. No constan excepciones para esta doctrina, igual que no se conoce tesoro que admita parangón con la gran música. Como la que tuvimos la fortuna de paladear durante 65 minutos sin apenas interrupciones, porque a Carter le gusta ir enlazando partituras, prolongar el éxtasis de sus caricias sobre las cuatro cuerdas del gigantón.
El hombre que durante los años sesenta acompañó a Miles Davis en su mítico Quintet, uno de los grandes episodios en la historia del jazz, continúa recorriendo el mástil con una dulzura fascinante y la habilidad para arañar líneas melódicas donde cualquier otro se conformaría con un mero sustento armónico. Y no existe tutorial en YouTube que pueda transmitir algo así: los estudiantes de contrabajo de todo el mundo deberían asistir al menos una vez en la vida a una actuación de este señor.
Carter personificó así el ideal del jazz caballeroso. Sus sesenta y tantos años en el candelero arrojan un historial estratosférico, simbolizado en última instancia por ese récord Guinness al mayor número de discos grabados: 2.221. El reconocimiento se remonta a 2015 y, en consecuencia, lo tenemos ya desactualizado, pero el sibarita del traje con pañuelo rojo aborda cada velada como si se tratase de una primera vez. Con humildad, sin aspavientos, sin estridencias. En el Berlín tardó tres cuartos de hora en concederse un solo. Había amagado un pasodoble en connivencia con la también veterana y fabulosa Renee Rosnes, auténtica diablesa del piano, pero acabó entregándose en solitario a la Suite número 1 para chelo de Bach. Es una de las obras más complejas y temidas que ha sido capaz de concebir el ser humano. Él la recorrió con una humanidad y sencillez desarmantes.
Así funcionan las cosas en los territorios del magisterio. Ron Carter no quiso marcharse sin dedicarle a Miles Davis “su balada favorita”, My funny Valentine, enriquecida por él con un precioso catálogo de disonancias a dos cuerdas. Y sin dedicarnos a todos nosotros You and the night and the music, otro clásico que desde Sinatra hemos escuchado sin descanso. Carter nos lo regaló casi como un abrazo personalizado. Como los que prodiga desde hace más de seis décadas a ese temido gigante de cuatro cuerdas que en sus dedos parece una dúctil compañera de baile.
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