Columna

Campaña o movimiento

Para el feminismo es más fecundo proponer campañas concretas y razonadas a las que se pueda sumar toda la gente que cree en la igualdad

Un grupo de mujeres participa en la manifestación del 8 de marzo en Sevilla. PACO PUENTES

En Forjar nuestro país —un libro de 1998 que desde posiciones de izquierda anticipa la crítica a las políticas de la identidad— el filósofo americano Richard Rorty realiza una útil distinción entre campaña y movimiento.

Una campaña tiene un objetivo claro: es posible saber cuando se ha logrado y cuando aún no. Si el objetivo es justo, es fácil que concite consensos transversales: personas muy distintas, que en otros temas están en desacuerdo, pueden coaligarse para alcanzarlo. No ocurre igual con los movimientos. Estos no tienen objetivos, sino ideales. No pe...

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En Forjar nuestro país —un libro de 1998 que desde posiciones de izquierda anticipa la crítica a las políticas de la identidad— el filósofo americano Richard Rorty realiza una útil distinción entre campaña y movimiento.

Una campaña tiene un objetivo claro: es posible saber cuando se ha logrado y cuando aún no. Si el objetivo es justo, es fácil que concite consensos transversales: personas muy distintas, que en otros temas están en desacuerdo, pueden coaligarse para alcanzarlo. No ocurre igual con los movimientos. Estos no tienen objetivos, sino ideales. No persiguen tanto un fin justo como la propia idea de la justicia, llamada a transformar toda la sociedad. Si toda campaña es finita, el movimiento está imbuido de una pasión por el infinito: como su propio nombre sugiere, no está previsto que algún día se detenga.

Los movimientos existen desde siempre y son inspiradores de muchas campañas. Lo que importa destacar es que, por fuerza, quienes militan en movimientos son siempre menos que quienes apoyan las campañas. Y lo que Rorty sugiere es que la izquierda es más útil a la sociedad cuando persuade a gente muy diversa de sumarse a una concreta campaña reformista, que cuando pretende que la gente asuma la teoría y los códigos lingüísticos de un movimiento transformador.

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¿No tiene esta distinción algo que decirnos sobre el presente y futuro del feminismo? Un sondeo de YouGov Eurotrack ha puesto cifras a algo que ya se intuía: el porcentaje de población europea que cree en la igualdad de género (un 80% en Alemania, por ejemplo) es mucho mayor que el que usa la etiqueta feminista para definirse (solo un 8% de los alemanes). ¿Es porque son tontos y no saben que feminismo es igualdad? Más bien, diría yo, porque saben que es más que eso: un movimiento en toda regla, con su propio lenguaje, supuestos teóricos y corrientes internas, al que no están seguros de pertenecer. Lo cual no es necesariamente un problema. Hay también mucha más gente que cree en la autonomía del individuo que la que se considera liberal, y mucha más gente que piensa que la desigualdad social es negativa que la que acepta llamarse socialista.

Lo que importa es que oleadas previas y fructíferas del movimiento legaron un fértil abono de valores compartidos. Para el feminismo es más fecundo proponer campañas concretas y razonadas a las que se pueda sumar toda la gente que cree en la igualdad, que indignarse si alguien, mujer u hombre, declina participar del movimiento en sí. A la inversa: es más importante, para quien es feminista, captar la complicidad de quien discrepa educadamente de alguna tesis lateral, que engrosar el movimiento con aduladores insinceros para quienes llamarse feministas es solo una forma de dar limosna o de embellecerse con las galas que les granjean el aplauso moral.

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