Columna

La malversación de los valores

Hay que delimitar tajantemente las fronteras entre fuerzas democráticas y movimientos regresivos

Orbán, primer ministro húngaro, comparece en el Parlamento Europeo.REUTERS

La predominante tendencia a invertir los valores está tergiversando gravemente los puntos de referencia y engañando, en consecuencia, a la opinión pública europea. En Europa, somos testigos del auge de la ultraderecha, de la radicalización de la derecha tradicional, del encuentro de los extremos de izquierda y derecha en torno a las mismas temáticas sociales (principalmente, la concepción demagógica del “pueblo contra las élites”), etc. El terremoto italiano, que permitió la conquista del poder a la...

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La predominante tendencia a invertir los valores está tergiversando gravemente los puntos de referencia y engañando, en consecuencia, a la opinión pública europea. En Europa, somos testigos del auge de la ultraderecha, de la radicalización de la derecha tradicional, del encuentro de los extremos de izquierda y derecha en torno a las mismas temáticas sociales (principalmente, la concepción demagógica del “pueblo contra las élites”), etc. El terremoto italiano, que permitió la conquista del poder a la coalición reaccionaria-populista de la Liga y Cinco Estrellas, inauguró, para los países del sur de Europa, este proceso de malversación de los valores.

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En España, la alianza entre PP, Ciudadanos y Vox representa un desinhibido retorno al maniqueísmo ideológico predemocrático, aniquilando el centro político y promoviendo una estrategia bloque contra bloque que impide la coalición de fuerzas democráticas en aras de la defensa prioritaria de los intereses de Estado y de proyectos públicos. El movimiento de los chalecos amarillos en Francia aparece cada vez más integrado por grupúsculos extremistas que se aprovechan de su falta de organización y de programa ideológico claro para manipular sus objetivos. Del mismo modo que, en los últimos años, en Reino Unido, los nacionalistas se unieron a los conservadores y a una parte de los laboristas para votar el Brexit. En Austria, la coalición extrema derecha y derecha clásica está gobernando en nombre de un nacionalismo xenófobo institucionalizado, así como ocurre en los países del Este, bajo el doble pretexto de la reconquista de la identidad nacional frente al eximperio ruso y del rechazo a someterse a determinados compromisos de la Unión Europea, en especial, sobre inmigración. Suecia, Dinamarca, Noruega, países que, hasta hace una década, habían conjurado los peligros del nacionalismo excluyente, también bailan ahora al mismo son maloliente del odio.

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En realidad, lo que provoca estas mutaciones identitarias es el rechazo no solo de la política económica de la UE (hasta la fecha, sin contenido social común), sino también, particularmente en el caso español, una inusitada y grave rigidez frente a las alternativas de diálogo entre fuerzas internas conflictivas. En nombre de una identidad esencialista y orgánica, se están borrando los valores de diversidad: son las premisas que alimentan, como se ha demostrado en la cruel historia del siglo XX, a las fuerzas más regresivas y excluyentes.

El consentimiento en la relativización y banalización de los valores democráticos fundamentales, bajo la idea de que la alianza con cualquier partido vale si es para conseguir el poder, es precisamente el paradigma que condujo a la victoria de los movimientos que hundieron a Europa en el pasado. Por eso, más que nunca, hay que delimitar tajantemente las fronteras entre fuerzas democráticas y movimientos regresivos; y, antes que nada, hay que recuperar el punto de referencia: los valores de igualdad, de libertad, de respeto a la dignidad de las personas y a la diversidad son innegociables en el marco democrático europeo.

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