3.500 Millones
Coordinado por Gonzalo Fanjul y Patricia Páez

Cuando tu hogar es el miedo

En el campo de refugiados de Mae La, en Tailandia, viven cerca de 45.000 personas, la mayoría de etnia Karen

Sara S. Láinez (@saraslainez)

"Aquí dormimos esta noche. Es de nuestros amigos. La policía va hoy al vertedero y no podemos estar allí" responde Alexander (nombre ficticio) al preguntarle.

Estamos en Mae Sot, localidad tailandesa que hace de puente– literal y figurado– de entrada y salida con Myanmar. Este municipio de indeterminada cifra de habitantes– se estima entre los cincuenta y los cien mil– también hace de albergue permanente para miles de refugiados birmanos de diferentes etnias, entre ellas los Karen. Muchos, como Alexander, han huído del campo de refugiados de Mae La, situado cerca de Mae Sot, donde viven aproximadamente 45.000 personas, la mayoría de origen Karen (79.1%) o Karenni (10.3%).

La etnia Karen lleva luchando décadas para lograr el reconocimiento político como Estado propio y, desde el año 1976, intenta conseguir un sistema federal en vez de un Estado independiente. Décadas después, lejos de mejorar su situación, se calcula que unos 400.000 Karen viven refugiados en Tailandia. Entre ellos Alexander, que tuvo que huir con su hermana pequeña hace ya dos años.

Los refugiados Royhingas pusieron el foco de atención internacional sobre las persecuciones étnicas llevadas a cabo por los militares birmanos. Este lamentable hecho tiene también sus consecuencias negativas para los Karen. En los últimos años, el número de oenegés y los fondos han descendido considerablemente en la zona. Pedir colaboraciones económicas es difícil. "Nadie sabe quiénes son [los Karen]. Todo el mundo pregunta si son Royhingas", relata Help Without Frontiers, organización presente en la zona. Además, la sobreexposición de los refugiados Royhingas quita también la atención de los abusos a los derechos humanos que sufren otras etnias.

Alexander no tiene el estatus de refugiado de manera oficial. Lo fue, pero abandonó el campo de refugiados hace unos meses. "No podía hacer nada allí, necesitaba salir", afirma. Es fácil constatar uno de los grandes problemas que muchos organismos intentan poner sobre la mesa hoy en día: la salud mental. En junio de 2017, la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) denunció un preocupante aumento en el número de suicidios en el campo de refugiados de Mae La. En la actualidad sigue sin haber muchas organizaciones que brinden servicios psicológicos a migrantes y refugiados. En el campo de refugiados tienen– cada vez menos– las necesidades básicas cubiertas, pero son muchos los que prefieren perder la cobertura legal y vivir en un vertedero en pos de un atisbo de futuro personal. Alexander lo ha encontrado gracias a Estudio Cavernas. Esta organización diseña y construye infraestructuras sociales de forma sostenible, y da trabajo y formación técnica a jóvenes migrantes de bajos recursos. Yago y Juan Cuevas, fundadores de la organización, aseguran que el objetivo es darles un sueldo decente y al mismo tiempo una formación con la que podrán hacerse sus propias casas usando maderas recicladas, bien sea en el vertedero o si algún día vuelven, en Myanmar.

Centro social que se ha construído en el vertedero gracias a fondos de oenegés extranjeras

¿Volver?

“Se supone que han parado las hostilidades, pero no está claro. Llegaron y destrozaron nuestros hogares. Todo. No tenemos sitio al que volver”, cuenta Alexander. Hace dos años, los Gobiernos tailandés y el birmano firmaron un acuerdo por el que se procedería a realizar los retornos. El Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) supervisa este proceso. Se les provee transporte y dinero para los primeros meses. Tras las primeras llegadas, muchos se han encontrado sin nada. La tierra que ocupaban sus casas está ahora ocupada por cultivos u otros hogares. A Mae Sot llegan estas informaciones también.

Le preguntamos si podemos hacerle una fotografía, incluso de espaldas. El silencio o el susurro con la mirada baja como respuesta a cualquier pregunta sencilla, como la edad o procedencia, demuestran la herencia recibida tanto de su estancia en el campo de refugiados, como de las situaciones de violencia vividas en los que fueran sus hogares en Myanmar. No es vergüenza. Durante años han tenido miedo a hablar y ahora les cuesta. Quieren denunciar la situación que atraviesan, pero al mismo tiempo les cuesta, como explican las organizaciones de defensa de los derechos humanos que trabajan con esta etnia.

Unos niños de espalda en el campo observan la preparación de una construcción en la zona del vertedero

Ser refugiado no reconocido

Estar en Mae Sot como refugiado sin estatus oficial de ello supone moverse con el miedo constante a ser apresado por la policía. Según Naciones Unidas, “el estatus de refugiado sobrepasa a la condición de inmigrante o extranjero y permite que los Estados receptores garanticen los servicios básicos durante los programas de atención, recepción e identificación”. Nadie dice que la mayor parte de las veces estarás encerrado en un recinto acotado sin opciones de intentar desarrollar una vida normal. La opción que queda es escapar del campo de refugiados y vivir en el riesgo constante de ser detenido. Y si esto ocurre, tienes dos opciones: pagar un pequeño soborno y seguir tu camino, o ser arrestado y posteriormente deportado en una camioneta al otro lado de la frontera– devoluciones en caliente en su mayoría–. Es uno de los pocos beneficios de ser arrestado en Mae Sot. Todo el proceso es peor lejos de la frontera. La detención, la deportación, la vuelta. Se puede demorar meses o años. En Maesot, con suerte, “solo” tienen que esperar unos días y volverán previo pago a un barquero que les ayude a cruzar los escasos 20 metros del río que separa ambos países. Eso sí, esos días se han quedado sin poder tener la opción de ganar algo de dinero. Lo poco que tenían se lo quedó el barquero.

Mae Sot se convierte en refugio de donde huyen, en una huida constante para no ser deportado, en un mejor sitio para ser detenido que en el resto de Tailandia y en un lugar donde quedarse para poder formarse y con suerte, trabajar. Alexander compara cómo vive su hermana en el campo de refugiados y lo que supondría volver y sentencia: "Prefiero seguir viviendo aquí [en el vertedero] aunque tenga miedo a ser arrestado todos los días por la policía".

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