‘El lobo de Wall Street’ | Pequeños derrochadores

Nuestros hijos sienten la misma pulsión de insensatez millonaria. En su defensa, hay que decir que son pequeños y no conocen el valor del dinero ni lo que cuesta ganarlo

¿Para qué derrochar el dinero en vicios si puedes dilapidarlo con los caprichos de tu prole?

¿Recuerdas a DiCaprio y al resto de brókers viviendo fiestas locas derrochando pasta como si no hubiera un mañana? Pues sin haber visto El lobo de Wall Street, nuestros hijos sienten la misma pulsión de insensatez millonaria.

En su defensa hay que decir que son pequeños y no conocen el valor del dinero ni lo que cuesta ganarlo. Piensan que nuestras carteras y monederos son el bolsillo mágico de Doraemon que siempre puede sacar de todo.

Y lo que es peor: cual abogado o documentalista, los niños guardan en su memoria cualquier ocasión única en la que haya una transacción p...

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¿Recuerdas a DiCaprio y al resto de brókers viviendo fiestas locas derrochando pasta como si no hubiera un mañana? Pues sin haber visto El lobo de Wall Street, nuestros hijos sienten la misma pulsión de insensatez millonaria.

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En su defensa hay que decir que son pequeños y no conocen el valor del dinero ni lo que cuesta ganarlo. Piensan que nuestras carteras y monederos son el bolsillo mágico de Doraemon que siempre puede sacar de todo.

Y lo que es peor: cual abogado o documentalista, los niños guardan en su memoria cualquier ocasión única en la que haya una transacción para constituirla en precedente en su jurisprudencia infantil. Dicho de otra manera, si un día hemos comprado algo en una pastelería para merendar, le hemos dado unas monedas a un músico callejero o hemos adquirido una tarjeta de bus, ahora cada día habrá que repetirlo hasta el fin de los tiempos.

Y por supuesto, cuando entramos en algún sitio, mi hija siempre necesita comprar algo (aunque se trate del gestor y ella aún no tenga que hacer el IVA trimestral).

A mí no me duele gastar sino malgastar. O sea, comprar algo y que luego no se lo coma (porque no le gusta el sabor aunque la hayamos avisado o simplemente porque “era broma, no lo quería de verdad”) o que se le caiga al medio segundo de haberlo pagado. (Y aquí siempre hay que aplicar la ley de Murphy versión Bankia: cuanto más caro y pringoso sea el alimento pagado, antes caerá al suelo, más te manchará y más llorará la niña por el trauma) O lo que es peor, que la criatura te monte el pollo en dolby sorround, para que toda la comarca pueda oír que le estás dando una vida de protagonista de Charles Dickens, y, una vez el TPV de la Visa ha conectado con el banco, perder todo interés por el nuevo producto.

Todo padre primerizo ha pasado y pagado por esta experiencia. Los que ya han ampliado familia aprenden y tienen más recursos -y más gastos mensuales- para evitar el chantaje.

Yo aún caigo la mayoría de las veces. No le quiero negar ningún capricho, con mesura, claro, especialmente si tiene que ver con libros, cómics o muñecos. Más que nada, porque yo aún recuerdo y atesoro cualquier regalo de este tipo, y son los que ayudaron a formarme culturalmente. (Cuando visito librerías y escucho a niños pedir con pasión un libro en concreto, odio la respuesta de los padres insensibles que suele ser: “ya tienes uno, hasta que no te lo acabes no compramos otro”. Viva el fomento de la lectura).

Supongo que el equilibrio está entre evitar el trauma de “mis padres nunca me compraban helados” y esquivar las consecuencias físicas y mentales peligrosas (“me autolesiono porque mis padres me compraban demasiados helados”) para que los niños crezcan valorando cada gasto… y sin que nos arruinemos (o vomitemos por acabarnos todos los helados desechados).

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