Columna

Cómo llamar por su nombre a Bolsonaro

El lenguaje no es inocuo, pero neutralizarlo, privarlo de su supuesta carga viral, puede acabar siendo contraproducente

Jair Bolsonaro, presidente electo de Brasil.Silvia Izquierdo (AP)

Con el propósito de evitar el uso de anglicismos, la Fundación del Español Urgente (Fundéu) propone traducir el concepto alt-rightla doctrina ultrarreaccionaria que empujó a Donald Trump hasta la Casa Blanca— como nacionalpopulismo. Poco margen parece haber para castellanizar el término. Derecha alternativa, la traducción literal, connota el sesgo posibilista, pero se queda corta; ultraderecha, o derecha radical, deja fuera a quienes, desde aparentes antípodas ideológicas,...

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Con el propósito de evitar el uso de anglicismos, la Fundación del Español Urgente (Fundéu) propone traducir el concepto alt-rightla doctrina ultrarreaccionaria que empujó a Donald Trump hasta la Casa Blanca— como nacionalpopulismo. Poco margen parece haber para castellanizar el término. Derecha alternativa, la traducción literal, connota el sesgo posibilista, pero se queda corta; ultraderecha, o derecha radical, deja fuera a quienes, desde aparentes antípodas ideológicas, acarician postulados de la corriente que abandera Steve Bannon: el rechazo a la inmigración y el multiculturalismo, un airado sentimiento antiestablishment, el nosotros primero.

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En este saco hay ejemplos para todos los gustos: del kirchnerismo y otros caudillismos americanos al neoimperialismo de Putin o Erdogan; el autoritarismo de Orbán o la defensa del proteccionismo de Trump o Le Pen. Cierto es que la alt-right sirve sobre todo de banderín de enganche a la variopinta ultraderecha europea, pero limitarlo a esa órbita restaría matices a la traducción y al concepto.

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Puede que la solución, por una vez, la hayan dado dos políticos. Con agudeza semántica, el comisario Pierre Moscovici ha escogido sin ambages el término fascista para denominar al eurodiputado de la Liga que pisoteó sus papeles en la Eurocámara. También Madeleine Albright, ex secretaria de Estado norteamericana, defiende en su último libro el adjetivo como calificativo certero para Le Pen, Putin o Trump. O el presidente electo de Brasil, Jair Bolsonaro.

El lenguaje no es inocuo, pero neutralizarlo, privarlo de su supuesta carga viral, puede acabar siendo contraproducente: la perversión del lenguaje anestesia la percepción de la realidad (y de las amenazas). Esto no sucede sólo con el nomenclátor político, sino también con asuntos cotidianos. Al hablar de divorcio exprés en India, se equipara con un trato más o menos igualitario (un divorcio) lo que no es más que un repudio, una figura existente en códigos de familia de países musulmanes. Ídem con las devoluciones exprés de inmigrantes, al filo de las ilegales devoluciones en caliente. La expresión “daños colaterales”, un eufemismo abominable que ha permeado el habla cotidiana, denota la cosecha de muerte de unas bombas supuestamente inteligentes —otro ejemplo— al reventar un autobús escolar en Yemen. Y así ad nauseam.

Lenguaje y poder forman una simbiosis inextricable en la que las añagazas conducen a esa guerra de guerrillas semántica que es la desinformación, bien armada de “hechos alternativos” y noticias falsas. Por eso hay que resignificar el lenguaje, para evitar que edulcore la ponzoña de propuestas como las de la alt-right. A ello no ayuda que el PP y Ciudadanos se resistan a calificar de extrema derecha un partido como Vox. Porque se trata de mostrar las fauces, y las fasces, de esta derecha pendenciera y vociferante que tantas elecciones está cosechando en Europa y América.

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