Columna

Perdernos el respeto

La próxima vez que la realidad nos haga una impugnación a la totalidad, quizá debamos preguntarnos cuándo empezamos a perdernos el respeto

El nuevo presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, celebra su victoria en Rio de Janeiro (Brasil). STRINGER (REUTERS)

Cada vez que un tsunami llamado Bolsonaro, Trump, Orbán o Salvini inunda nuestras conciencias, buscamos indicadores que nos expliquen el fenómeno. Sociólogos, politólogas y analistas en general escrutamos variables de edad, clase social, raza o nivel de estudios intentando encontrar la clave, y para ello, sin duda, hay que mirar con instrumentos de precisión cada vez más afinados.

Con frecuencia vemos que los perdedores de la globalización tendrían motivos para apoyar todo aquello que se erige en cielo protector frente a un sistema que les ha abandonado, pero la realidad no es tan senci...

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Cada vez que un tsunami llamado Bolsonaro, Trump, Orbán o Salvini inunda nuestras conciencias, buscamos indicadores que nos expliquen el fenómeno. Sociólogos, politólogas y analistas en general escrutamos variables de edad, clase social, raza o nivel de estudios intentando encontrar la clave, y para ello, sin duda, hay que mirar con instrumentos de precisión cada vez más afinados.

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Con frecuencia vemos que los perdedores de la globalización tendrían motivos para apoyar todo aquello que se erige en cielo protector frente a un sistema que les ha abandonado, pero la realidad no es tan sencilla. Los estudios postelectorales indican que hay otras variables. Quizá, apuntamos como hipótesis, la clave está en una alianza entre los poderosos —los de verdad— y aquellos que temen ser las siguientes víctimas de un mundo global, cosmopolita, multirracial y en plena revolución tecnológica.

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Mientras avanzamos en el quién, conviene preguntarse el porqué. O mejor, los porqués, ya que en sociedades complejas rara vez hallaremos respuesta en un solo factor. La búsqueda de seguridad en un entorno inestable es un buen motivo, pero para llegar a esto ha tenido que ocurrir algo más grave, algo que es denominador común de muchos de estos casos: nos hemos perdido el respeto.

¿Cómo si no puede entenderse el nivel de corrupción y la cloaca en la que se convirtió buena parte del corazón institucional de este país en los mismos años en que la crisis se gestionó a golpe de recortes en el sistema público y abandono de quienes caían en desgracia? Lo peor de la corrupción no es el dinero robado, ni los 10.000 millones de euros anuales más que podríamos tener si consiguiéramos atajarla. Lo peor de la corrupción es que demuestra que los que chapotean en el barro lo hacen con una total falta de respeto tanto al conjunto de la sociedad como a sí mismos.

Algo parecido ocurre en la escena internacional. Es necesario haberse perdido el respeto, a sí mismo y a los demás, para que, en una Unión Europea que dice fundamentarse en el respeto a la dignidad humana, la libertad, la democracia, la igualdad, el Estado de Derecho y el respeto a los derechos humanos, algunos Estados no quieren oír hablar de suspender la venta de armas y plantarle cara al régimen saudí pese al escándalo de Khashoggi, los bombardeos indiscriminados en Yemen o las múltiples violaciones de los derechos humanos allí perpetrados. Y eso, pese a haber adoptado en el año 2008 una posición común por la que se prevé la denegación de licencias de venta de armas cuando exista riesgo de que se cometan violaciones de los derechos humanos, y tras la aprobación en el Parlamento europeo de una enmienda a favor del embargo de armas a Arabia Saudí.

La próxima vez que la realidad nos haga una impugnación a la totalidad, quizá debamos preguntarnos cuándo empezamos a perdernos el respeto.

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