Columna

Animalitos

No olvido a ese rupestre concejal derechista que organizaba cacerías de gatos y se los colgaba a la cintura

Gatos callejeros. © Carles Ribas

Veraneo en una localidad de la costa mediterránea. Disfruto del mar y de los buenos alimentos. También cada año temo encontrarme con escenas patéticas: una vieja pastora alemana ha sido abandonada; no se mueve; el pelo se le cae. Otro perro corre enloquecido por la carretera. Dos chuchillos sucios se colocan junto a las mesas de un chiringuito. Un perro me sigue hasta perder la esperanza: a mí se me hace un bolo en el estómago. Una cría de flamenco se despista de la bandada y la rescato de una criatura que quiere darle en la cabeza con un palo. No olvido a ese rupestre concejal derechista que ...

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Veraneo en una localidad de la costa mediterránea. Disfruto del mar y de los buenos alimentos. También cada año temo encontrarme con escenas patéticas: una vieja pastora alemana ha sido abandonada; no se mueve; el pelo se le cae. Otro perro corre enloquecido por la carretera. Dos chuchillos sucios se colocan junto a las mesas de un chiringuito. Un perro me sigue hasta perder la esperanza: a mí se me hace un bolo en el estómago. Una cría de flamenco se despista de la bandada y la rescato de una criatura que quiere darle en la cabeza con un palo. No olvido a ese rupestre concejal derechista que organizaba cacerías de gatos y se los colgaba a la cintura. Trofeos. Aunque intento bloquear estas imágenes, no quiero justificarme por ellas argumentando que hay problemas más acuciantes.

No soy vegana. No votaré al PACMA. Ni siquiera sé si soy pacifista. Mi sensibilidad espiritual es cuestionable y a menudo abomino de la vida interior en la literatura. Pienso que los animales humanizados de las películas de Disney ofrecen de ellos una visión ñoña y terrible: asignándoles virtudes humanas también les asignan vicios humanos que nos hacen matar a las fieras con odio o susurrarles mimitos que no diríamos a nuestros amores sapiens sapiens. Calzar con patucos a los husky para que no se quemen las patitas en los centros comerciales de Port Bonifacio. Ni calvos ni con dos pelucas. A mi gata le hablo con una dulzura que pocos reconocen en mí: mi gata fue recogida —secuestrada— de la calle por pena; quizá habría sido más feliz —¿esa es la palabra?— de gata vagabunda, aunque me cuesta creerlo cuando la veo comer latitas de asalmonada mousse. Cuando maúlla, la traduzco. Hay perros capaces de diagnosticar el cáncer con su olfato. Las mascotas aminoran el estrés.

Este año, un perro ha sido encontrado famélico, atado, sin agua ni comida en una finca. Se le doblaban las patas. En el lugar donde veraneo una turista inglesa solía poner bebederos para los animales en un callejón. Los vecinos han amenazado con denunciarla. No quieren que sus porches huelan a pis, pero les divierten los vídeos de gatitos y compran a sus nietas mochilas de Hello Kitty. La inglesa me recuerda la frase de Gandhi: “La grandeza y el progreso moral de una nación se miden por cómo trata esta a los animales”. Yo seguiré comiendo vacas sagradas hasta que mi colesterol diga no, asumiré mis contradicciones y sentiré un bolo en el estómago cada vez que intuya cunas de gatitos dentro de un saco para arrojarlas al agua. Somos más salvajes que las fieras.

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