Las víctimas

La mayoría seguimos boquiabiertos por su contención, respeto, virtud cívica

La pasada Navidad, las luces en las Ramblas de Barcelona homenajearon a las víctimas del atentado del 17 de agosto. Massimiliano Minocri

Las víctimas son gigantes; los verdugos, ni siquiera polvo cósmico. Ellas regalan una historia; ellos, la destrucción. Ellas nos sobrecogen; ellos nos asfixian. Ellas traen luz; ellos, oscuridad.

Las víctimas de los terrorismos en España deletrean todo eso. Y mucho más. Su grandeza consiste en haberse negado a tomar la justicia por su mano, ese retorno a la ley del Talión, el imperativo de cobrarse ojo por ojo y diente por diente. Y con esa negativa han asegurado la pervivencia de la civilización liberal; el éxtasis de su propia dignidad; la decencia.

Escalofría pensar un solo in...

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Las víctimas son gigantes; los verdugos, ni siquiera polvo cósmico. Ellas regalan una historia; ellos, la destrucción. Ellas nos sobrecogen; ellos nos asfixian. Ellas traen luz; ellos, oscuridad.

Las víctimas de los terrorismos en España deletrean todo eso. Y mucho más. Su grandeza consiste en haberse negado a tomar la justicia por su mano, ese retorno a la ley del Talión, el imperativo de cobrarse ojo por ojo y diente por diente. Y con esa negativa han asegurado la pervivencia de la civilización liberal; el éxtasis de su propia dignidad; la decencia.

Escalofría pensar un solo instante qué habría ocurrido si esta historia no hubiera sido así. Si ellas no hubieran echado mano de un inasible síndrome de superioridad moral: pues matar es fácil; devolver la muerte, simple; y acabar con el verdugo trae recompensa. Por eso la mayoría seguimos boquiabiertos por su contención, respeto, virtud cívica.

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Este es el sentido del homenaje permanente, de ayer y de hoy y de mañana. Porque las víctimas han devuelto el nombre a las cosas, no es lo mismo que te asesinen que asesinar. No es igual la acción pacífica al acto violento que rompe una vida, diez, cien. No equivalen los derechos humanos de los ciudadanos a ninguna pulsión improvisada de ningún pueblo.

No hay equidistancia entre el respeto a la vida y la exaltación de la muerte. No hay empate posible de los demócratas y sus enterradores. No hay equivalencia de sufrimientos o reveses entre unos y otros: porque su causa es opuesta; su legitimidad, inversa; sus consecuencias, mutuamente excluyentes.

No hay siquiera para los asesinos la atenuante moral de la coartada política: la falsa apelación a supuestos derechos colectivos que exigirían la anulación de los derechos personales. O el inane relativismo de que ha pasado mucho tiempo.

La democracia solo puede tratarles desde su genuina grandeza, la aplicación de la ley; la devolución —cuando esta lo determina o lo posibilita— de sus propios privilegios cívicos; el código humanista y humanitario que ellos contrariaron.

Por todo eso es tanto más feo que algunos ultras reiteren su intento de utilizar a las víctimas para sus fines partidistas.

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