El acento

El juego macabro de “señalar” al discrepante

En España hay demasiada gente dispuesta a promover el linchamiento público

Concentración de jueces y fiscales frente a la sede del Ministerio de Justicia exigiendo mejoras para la justicia el pasado viernes en Madrid. Emilio Naranjo (EFE)

Las movilizaciones sociales contra decisiones judiciales miden no solo los posibles fallos de la justicia, sino también el sano nivel de libertad de expresión de un país. Ha ocurrido con la sentencia de La Manada como pasa en otros lugares con veredictos polémicos. En Francia, por ejemplo, los jueces condenaron a diez años a una mujer que mató al marido que la había maltratado durante dos décadas. Miles de ciudadanos pidieron su liberación. El entonces jefe del Estado, François Hollande, terminó indultando parcialmente a la acusada. Un nuevo caso, de una mujer que mató al marido que la pegaba,...

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Las movilizaciones sociales contra decisiones judiciales miden no solo los posibles fallos de la justicia, sino también el sano nivel de libertad de expresión de un país. Ha ocurrido con la sentencia de La Manada como pasa en otros lugares con veredictos polémicos. En Francia, por ejemplo, los jueces condenaron a diez años a una mujer que mató al marido que la había maltratado durante dos décadas. Miles de ciudadanos pidieron su liberación. El entonces jefe del Estado, François Hollande, terminó indultando parcialmente a la acusada. Un nuevo caso, de una mujer que mató al marido que la pegaba, la violaba y la prostituía, se está analizando bajo el prisma de aquella condena tan rechazada.

La sentencia de La Manada demuestra que la sociedad española es hoy mucho más sensible a las agresiones sexuales y que la justicia deberá tomar nota, aun en el caso de que las leyes sigan siendo las mismas. Lo que el caso ha destapado también, sin embargo, es un juego mucho menos edificante: el afán de señalar culpables. ¿No empiezan así los linchamientos? Ha ocurrido con uno de los jueces del tribunal de la Audiencia de Navarra, Ricardo González, por emitir un voto particular en contra de la condena dictada contra los cinco acusados. Porque una cosa es rebatir los argumentos de su voto discrepante y otra distinta es ponerle en la picota, buscar tachas en su historial o pedir su inhabilitación. Son, en fin, reacciones más propias de una sociedad inquisitorial y justiciera que de una sociedad confiada en sus instituciones democráticas. La justicia es humana, dijo en el caso francés el decano de los abogados de París, y puede equivocarse. En España hay un sistema garantista que no evita los errores, pero muchas veces los subsana. ¿Por qué no confiar en ello y respetar los procedimientos?

La cosa es que para cuando se ha producido este ataque, ya se había iniciado la ofensiva del señalamiento. Unos gamberros hacían pintadas en las sedes catalanas de los partidos constitucionalistas y unos profesores pedían a sus alumnos que se identificaran públicamente si eran hijos de guardias civiles. Poco después, unos inciviles hacían pintadas ante la que creyeron que era la casa de vacaciones en Cataluña del juez Pablo Llarena, por instruir el caso por rebelión contra los líderes independentistas. El método tiene ida y vuelta. Es un círculo infernal. Una vez que la fiscalía ha denunciado a esos profesores, entonces otros vándalos hicieron pintadas contra ellos en los colegios y algunos medios han publicado sus nombres y sus fotos. ¿Para qué? ¿Por si alguien se anima a ir un poco más lejos? ¿Justo cuando la justicia ya estaba en ello?

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Hay demasiada gente en este país que desconfía de la justicia y demasiada también que se presta al juego macabro del señalamiento. El problema es grave si se tiene en cuenta que el mismísimo ministro de Justicia, Rafael Catalá, se ha sumado asegurando que el juez discrepante “tiene un problema singular”. El ministro, que debería haber dimitido ya, no ha aclarado su enigmática denuncia. Y ya, para que no quede duda del problema “singular” de algunos españoles, unas páginas web se han lanzado a dar los datos de la víctima de La Manada. Definitivamente, España tiene un problema. ¿No es ese el que la sociedad debería señalar para ponerle remedio?

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