Los españoles que no temieron a África

Cuando solo las misiones religiosas se adentraban en África, hubo algunos pioneros que decidieron irse por su cuenta y riesgo. Estas son las historias de tres de ellos

El electricista Antonio Medina posa con un mono en brazos en una calle de Monrovia, capital de Liberia, en 1963.Cortesía de A. Medina
Madrid -
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Un electricista, un doctor y un misionero reciclado en antropólogo. No podrían ser más diferentes, pero a todos les une el enamoramiento hacia una misma tierra: África. Fueron algunos de los primeros españoles que se atrevieron a vivir en un continente que en el siglo XX —y aún hoy en el XXI— se veía como una masa homogénea y misteriosa.

Se llaman Manuel Corachán, Lluís Mallart y Antonio Medina, y todos están hoy jubilados. De su tiempo en Tanzania, Camerún y Liberia les quedan los recuerdos, recogidos para la posteridad gracias a una iniciativa de Casa África llamada Proyecto Memoria. Son en total 55 personas que cuentan un África que, por obra y gracia del progreso y la globalización, ya no es posible conocer.

En los años sesenta, la mayoría de españoles que marchaba al continente vecino eran misioneros llamados a evangelizar. Ellos no. Por cuestiones laborales, por altruismo o por casualidad, fueron notas discordantes. A Manuel Corachán (San Sebastián, 1938), le movió la academia. "Desde los 15 años mis padres me enviaban a estudiar a Francia con una familia de médicos que había trabajado en África. Ya en la facultad, descubrí que mi profesión era más interesante en esos países y con más impacto sobre la población", relata.

Descubrí que mi profesión era más interesante en esos países y con más impacto sobre la población

Manuel Corachán, médico

Tras un breve periodo en la Ghana independiente de 1969 formándose como médico y otro en Ámsterdam para cursar la especialidad de medicina tropical, consiguió una plaza de doctor con la cooperación alemana —"en 1972 la española no existía", recuerda— en un hospital de Mwanza, a orillas del lago Victoria, en Tanzania. "Se podía hacer medicina de toda clase: anatomía patológica, dermatología, oftalmología... Era un trabajo intenso, pero tenía el lago. Mi despacho estaba en el sexto piso y veía puestas y salidas de sol sobre él cada día", rememora. "Es lo que más echo de menos de aquello".

Corachán vivió frente a esas aguas con su esposa y sus dos hija hasta que, al cabo de 20 años, volvió a España para trabajar en el Hospital Clínic de Barcelona y, posteriormente, fundar junto al eminente epidemiólogo Pedro Alonso el Instituto de Salud Global de Barcelona (IS Global), un prestigioso centro internacional de investigación en enfermedades tropicales.

Un electricista en Monrovia

"Me salió un contrato a través de un anuncio en un periódico y me fui de inmigrante a Liberia", resume Antonio Medina (Gran Canaria, 1936) de una España que en los sesenta "estaba muy mal". Formado en electricidad y audiovisuales, llegó a Monrovia para emplearse en una compañía que regentaba cines. “La primera noche los mosquitos me pusieron a parir”, cuenta. En esos años descubrió que era un lugar de gente "noble y acogedora que se tomaba las cosas con paciencia y tranquilidad". Enseñó a, por lo menos, cien electricistas y 40 operadores de cámara, y reparó las averías eléctricas de muchas sectas religiosas. “Sus canciones te hacían llorar y te ponían los pelos de punta". Hizo de todo en aquellos años: desde arreglar el ascensor de la mansión del presidente William Tolbert hasta montar un equipo de fútbol con universitarios.

En Monrovia, Antonio Medina enseñó a, por lo menos, cien electricistas y 40 operadores de cámara, y reparó las averías de muchas sectas religiosas

Medina volvió a casa cuando la situación política se complicó. "Me pidieron que siguiera en Liberia, pero las cosas se estaban poniendo muy feas". El 12 de abril de 1980 era asesinado el entonces presidente de Estado más antiguo del África negra, Tolbert, y Liberia entraba en una etapa dominada por la inestabilidad política y el empobrecimiento. Pero Medina ya no estaba allí.

Lluís Mallart puso el pie en África por primera vez como misionero y salió la última como antropólogo. A él, como lego, le movía el altruismo. "Queríamos ponernos al servicio de las iglesias africanas, hacer las cosas de otra manera; éramos muy idealistas". En 1960 fue enviado a Camerún, donde comprobó que no le gustaba que la iglesia recaudara dinero de los fieles para todo. "Era como un impuesto para ser cristiano. Yo tenía que pedirles una tarjeta para verificar que estaban al corriente de pago y, si no la tenían, no les confesaba". Tampoco que el sacerdote de la catedral de Douala le sugiriera inventar un impuesto entre los evuzok, la etnia con la que iba a vivir, para sufragar une nueva misión. "Me molestó bastante, así que cuando fui a comer con él, robé los cubiertos", confiesa entre risas. "Me dije: 'Fundaré la misión con los cubiertos de la catedral".

El antropólogo Lluís Mallart y Julienne Memong retratados en Nsola, Camerún, en 1963 o 1964. Les unía una relación de amistad y se llamaban cariñosamente marido y mujer.Cortesía de L. Mallart

En 1963 fue enviado a fundar esa misión en medio del bosque, a 200 kilómetros de la capital y a 15 de la carretera más cercana. Y allí tuvo lugar otro acto de rebeldía: "Las casas de las misiones solían estar un poco apartadas del pueblo, pero a mí no me gustaba vivir solo, así que me puse a buscar y un polígamo me ofreció compartir su vivienda con él y sus dos esposas. "¡Le tenía que haber excomulgado, pero me fui a vivir con él!".

En sus años cameruneses, Mallart observó las costumbres de los otros. "¿Por qué todo lo que ellos hacían era brujería y lo nuestro era lo verdadero?”, se preguntaba. "Me molestaba que las costumbres de los demás fueran paganas que había que corregir". Salió de Camerún en 1968 para estudiar antropología en París. En esa Francia revolucionaria y democrática colgó definitivamente los hábitos, se casó y alcanzó notoriedad académica. Y siguió volviendo durante muchos años a visitar a sus amigos cameruneses, pero ya como experto antropólogo. Así quiere que lo recuerden en la tierra que le mostró su verdadera vocación.

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