Nuevas cocinas, comedores antiguos

Hay algo de esquizofrénico en el reciente modelo creado por las empresas que manejan la gastronomía en América Latina

Una cocina tradicional en América Latina.Getty Images

Ocupo plaza en uno de los comedores ilustrados que prosperan en las grandes ciudades de América Latina y me gusta lo que como. Los platos son gozosos, se nutren de productos bien cuidados, en ocasiones novedosos, y las preparaciones muestran un buen nivel técnico. La boca se llena de ideas, mensajes y algunas emociones, sentando las bases de una buena experiencia. Todo debería ir a favor de corriente, de eso se trata cuando vas a un restaurante, pero hoy no toca. No estoy disfrutando la cena y la culpa no es de la comida, ni siquiera de ese espacio frío tirando a desangelado y ruidoso que enma...

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Ocupo plaza en uno de los comedores ilustrados que prosperan en las grandes ciudades de América Latina y me gusta lo que como. Los platos son gozosos, se nutren de productos bien cuidados, en ocasiones novedosos, y las preparaciones muestran un buen nivel técnico. La boca se llena de ideas, mensajes y algunas emociones, sentando las bases de una buena experiencia. Todo debería ir a favor de corriente, de eso se trata cuando vas a un restaurante, pero hoy no toca. No estoy disfrutando la cena y la culpa no es de la comida, ni siquiera de ese espacio frío tirando a desangelado y ruidoso que enmarca el restaurante, fiel a los dictados que definen la moda del momento: ausencia de manteles, elementalidad en la mesa, al borde de la precariedad, y penumbra permanente. El problema está en el equipo que se ocupa de atender el comedor.

Hay overbooking de camareros. Son muchos y no están precisamente organizados, lo que se traduce en un ir y venir constante por el comedor que distrae primero, incomoda después y acaba siendo invasivo cuando tu mesa es el objetivo. Los veo menos preocupados por hacer su auténtico trabajo que por definir un listado de tus posibles alergias, soltar las retahílas que han aprendido de memoria sobre cada plato, sin saltarse una coma y sin entender a menudo la mitad de lo que cuentan, o interrumpir la comida y la conversación cada vez que pasan cerca de tu mesa, con el único objetivo de preguntar cómo te va la noche.

Me llega a las manos el manual de atención al cliente de un conocido restaurante y lo que leo explica muchas cosas. Alguien decidió que el garzón debe acercarse a la mesa y preguntar si te está gustando el plato antes de que se cumplan tres minutos desde que lo sirvieron. No importa si la conversación no te dejó empezarlo. También exige que el responsable del comedor toque (literalmente) cada mesa al menos una vez por servicio. La molestia está institucionalizada. No es solo un equipo de sala que no sabe manejarse, sino una empresa que no entiende cuál es el papel del mesero en la vida del restaurante. A menudo, pienso que no se trata tanto de saber cómo marchan las cosas en la mesa sino de arrancarte una confesión, al precio que sea.

Hay algo de esquizofrénico en el modelo de relación con el cliente creado por las empresas que manejan la cocina en esta parte del mundo. Se anuncian dentro del marco de las nuevas tendencias que definen la modernidad culinaria, pero concretan la atención al cliente sobre equipos de sala estructurados, concebidos y dirigidos a la antigua. Sobredimensionados, con un 30% más de plantilla de la que manejaría un restaurante equivalente en Europa, estructurados sobre el sistema de rangos, manejándose de forma compartimentada en lugar de como un equipo que comparte las tareas y hace el servicio más fluido y lineal.

Por si faltara algo, suelen confundir el respeto con el servilismo y la sumisión. No, el cliente no siempre tiene la razón. Y cuando acaban aceptando la necesidad del cambio para afrontar la relación con el comensal desde una perspectiva más relajada y cercana, se pasan al lado contrario. Cambian el vestuario austero y convencional y el gesto severo por otro informal, sustituyendo la distancia y la rigidez del servicio antiguo por el trato familiar, se dirigen a los clientes llamándoles “chicos” y de cuando en cuando le ponen la mano en el hombro. Un par de detalles más y pasarían por el menos querido de tus cuñados.

En un caso o en otro, ignoran la máxima que define el trabajo del salonero: el mejor servicio es el que no se hace notar. Un buen profesional de sala debe pasar inadvertido. Su trabajo define el marco sobre el que se establece la relación entre el cliente y el restaurante. Es el vínculo imprescindible entre la cocina y el comensal, pero sobre todo tiene una función preventiva y taumatúrgica. Se encarga de fortalecer la quebradiza e inestable relación que estableces con el restaurante. De él depende que tengamos o no una buena experiencia.

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